jueves, 26 de mayo de 2016

Capítulo 10: Relevo





    Era noche cerrada en Dresde, la ciudad alemana en la que nació Kurt. La noche en la que la vida del chico cambió para siempre. Después de intentar convencer sin éxito a su hermano gemelo para que volviera a casa, Viktor caminaba de regreso por las oscuras calles de Dresde. Tenía lágrimas en los ojos. Siempre tuvo un vínculo especial con su hermano gemelo, y  tenía la preocupante impresión de que no volvería a verle. El silencio de las desérticas calles de la ciudad comenzaba a asustarle, por lo que decidió apretar el paso. Llegó a una estrecha calle en la que dos hombres interrumpieron su marcha.
— ¿Dónde crees que vas? — dijo el más alto de los dos, un hombre sucio y desaliñado.
— No quiero problemas — contestó Viktor, que siempre trataba de evitar un conflicto.
— Nosotros tampoco — respondió el segundo individuo sacando un cuchillo de un bolsillo interior de su gabardina.
— No llevo nada — aseguró el chico nervioso llevándose la mano al pecho en el que sentía un punzante dolor debido a las taquicardias que le producían una enfermedad que padecía desde hacía años.
Los asaltantes aprovecharon su debilidad para registrarle y robar todo cuanto pudiera llevar encima. Viktor había dicho la verdad, pues no llevaba nada de valor, y los dos individuos comenzaron a golpearle cuando dos grandes sombras aparecieron entre las paredes de los edificios, revolviéndose entre los dos atracadores. Viktor creyó alucinar cuando vio aquellas “nubes” negras rodear a los dos hombres.
— ¡Qué coño es esto! — exclamó uno de ellos entre la oscuridad.
— ¡Haz que pare! — gritó el segundo con voz de sufrimiento y dolor.
Tan pronto como aparecieron, aquellas sombras se esfumaron, dejando de nuevo todo en silencio y a los atracadores mirando al chico a los ojos, aterrorizados. 
— ¿Qué ha sido eso? — dijo el chico mirando a los dos hombres.
Sólo obtuvo el silencio como respuesta, mientras los rostros desencajados de los dos delincuentes clavaban su mirada en los ojos de Viktor. El que tenía el cuchillo en la mano, lo utilizó para apuñalar a su compañero repetidas veces ante la atónita mirada del chico, hasta que se desplomó en el suelo sin vida. Luego utilizó la misma arma para cortarse a sí mismo el cuello, cayendo junto al primero. El dolor de Viktor se hizo aún más intenso y sentía cómo se le salía el corazón del pecho.
— Eres débil — dijo una tenebrosa voz a su espalda, lo que le obligó a girarse para mirar a Gádian a la cara, que estaba peligrosamente cerca del chico.
— ¿Qui... quién eres tú? —  preguntó nervioso.
— Eres lo único que separa a Kurt de la oscuridad, de la rabia, la ira y la lástima. Eres lo único que separa a Kurt de mí — dijo aquel ser oscuro.
— ¿Kurt? — Repitió el chico mientras se le iluminaban las pupilas de un blanco intenso — ¿Qué le has hecho a mi hermano?
— Ya no es tu hermano. Él ahora es mío — dijo poniéndole una mano sobre la cara, haciendo que la misteriosa luz que emanaba de sus ojos se apagase — Ahora tú deberías regresar a la cloaca de la que procedes — concluyó antes de desaparecer en medio de una sombra oscura y negra.

Kurt seguía en aquel puente, mirando el curso del río Elba, que discurría impasible por la ciudad. 
— No debes sentirte culpable, chico. — dijo Gádian mientras se acercaba a Kurt por la espalda.
— Lo sé — respondió tranquilo el joven.
— Proteger a los tuyos es muy loable, aunque con lo que está por venir, todos deberán posicionarse en un bando — explicaba Gádian tranquilo — los que, como tú, han elegido uno tan pronto, tendréis vuestra recompensa.
— ¿Qué pasa si cuando llegue esa recompensa ya no queda nada? — reflexionó Kurt.
— Que los que queden, crearán un nuevo mundo. Más justo.
Kurt echó la vista al cielo estrellado y suspiró profundamente.
— Ya no hay vuelta atrás ¿verdad?
— ¿Notas cómo cambia el cielo? — Dijo aquel hombre mirando hacia arriba
— Ya se acerca el momento.
— Mi hermano se muere, mi señor.
— Lo sé — respondió el gigante — Con los dones de un Kanahm podrías salvarle, pero ya sabes que un Kanahm no debe influir en la vida o la muerte de las personas.
— ¿Por qué no?
— No nos toca a nosotros decidir cuándo alguien se va o se queda.
— Eso es una mierda — dijo Kurt cortante — Cuando una muerte no es justa, los Kanahm deberían intervenir. ¿Por qué existen esos guardianes, si cuando hacen falta de verdad, no están?
— Esa es la respuesta que esperaba — dijo Gádian sonriendo a su pupilo — Los Kanahm tienen la creencia de que todo su trabajo consiste en observar y proteger el libre albedrío de las personas. Pero no incluyen en sus observaciones que ése libre albedrío conlleva el mal para muchos. Ellos son los eternos olvidados del Empíreo, Kurt.
— ¿Quiénes?
— Las víctimas de las guerras, de asesinatos, de violaciones… Ellos no tienen libre albedrío, no tienen libertad. Son otros los que deciden por ellos. 
— Y los Kanahm no hacen nada — completó el chico.
— Exacto. La raza humana se desvirtúa cada día que pasa. Y por ello es necesario hacer una limpieza. Empezar de nuevo en un nuevo mundo más justo para todos.
— ¿Por qué no todos los Kanahm son como tú, mi señor? — Preguntó Kurt incrédulo — Quiero decir, ¿quién estaría en contra de acabar con todas esas cosas?
— Sí quieren acabar con todo eso, pero digamos que su método no es efectivo. En lo más profundo de la humanidad habita el mismo mal que habita en las sombras que me acompañan, pero ellos no pueden o no quieren verlo. Todo el mundo debería saber que hay alguien por encima de ellos, que juzga y castiga a los que cometen esas atrocidades.
— Estoy de acuerdo.
— Lo sé, y por eso ya estás preparado.
— ¿Preparado? ¿Para qué?
— Para ser uno de nosotros.



***


    Un hombre hacía una pequeña maleta en el silencio de la noche. El sentimiento de culpabilidad era demasiado como para despedirse de su familia, y por eso decidió marcharse en silencio y sin dar explicaciones, pero el sonido de las perchas rozando con la barra metálica del armario despertó a su mujer, que al ver la maleta y la extraña actitud de su marido se temía lo peor.
— ¿Gren? — Dijo aún adormilada — ¿Qué estás haciendo?
— Vuelve a dormirte Erica.
— ¿Qué estás haciendo? — repitió ella elevando el tono de su voz.
— Sabes que tengo que irme — respondió con los ojos húmedos y evitando la mirada de su mujer.
— ¿Nos vas a abandonar?
— ¿Cómo crees que afectará a nuestro hijo ver cómo su padre no envejece?
— Gren, por favor — suplicó Erica viendo a su marido tan decidido — No tienes por qué hacerlo tan pronto.
— Cuanto más tiempo pase, más dolorosa será la despedida, Izan tiene cinco años, apenas me conoce, no quiero causar más dolor.
— ¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo?
— Erica, sabía que este momento tenía que llegar… Nunca debimos hacer esto… ¿Crees que podría soportar ver cómo el tiempo pasa, arrebatándome a mi familia? Tarde o temprano, moriréis, y no quiero estar aquí para verlo. Ver cómo mi hijo es un anciano moribundo, mientras que yo me mantengo así. Haznos un favor a los dos, y construye una nueva vida para vosotros, lejos de mí.
— No quiero una vida en la que no estés con nosotros.
— No sabes lo difícil que es para mí marcharme…
— Eres tú el que no tiene ni idea de lo difícil que es para mí verte marchar, por no mencionar la historia que le tenga que contar al niño cuando te eche de menos.
Gren se acercó a la cama, donde aún estaba su esposa, y le dio un beso en la frente después de sentarse junto a ella.
— Erica, sé que ahora me odias, pero eres más fuerte de lo que crees, y sé que los dos tendréis un futuro sin mí. Izan es un niño muy especial, los dos lo sois. Yo sólo puedo hacer daño si me quedo.
— Márchate Gren — sentenció Erica con la cara hinchada de llorar — pero no se te ocurra volver.
Gren cerró los ojos y con el corazón lleno de dolor, cogió su maleta y abandono aquel dormitorio en el que se quedaba la única mujer a la que había amado en miles de años de vida. Cruzó el pasillo de la casa hasta llegar a las escaleras cuando la voz de su hijo le sobresaltó.
— ¿Papá? — dijo Izan, un precioso niño castaño justo antes de bostezar — ¿Qué le pasa a mamá?
Gren se acercó a su hijo y le cogió la barbilla con delicadeza.
— Mamá está triste.
— ¿Por qué?
— Me voy de viaje. Y tardaré mucho tiempo en volver.
— ¿Puedo ir contigo? — preguntó el niño esperanzado.
— No hijo, tú tienes que quedarte con mamá y quererla mucho — respondió con lágrimas en los ojos.
— ¿Cuándo vas a volver?
— No lo sé — dijo acariciando su carita — Eres un niño muy bueno Izan, y sé que serás alguien muy especial, mejor que yo.
El pequeño Izan pareció entender al instante que su padre debía marcharse, y no intentó retenerle de ninguna manera, tan sólo abrazó a su padre tan fuerte, que a éste se le rompió el corazón por dejarlos. Luego miró a los ojos a su hijo, unos ojos profundos en los que se apreciaba algo más que una simple mirada, a través de ellos parecía conectarse al mismo Empíreo, una sensación que ni un Kanahm podía transmitir. Gren abandonó su casa antes de saber que su hijo guardaba en su interior el espíritu de un Nahm, que estaba destinado a guiar a los Kanahm en su lucha con el mismo infierno. 
Consternado y cabizbajo, Gren, un Kanahm destrozado emocionalmente, anduvo durante horas por la calle, hasta llegar a una estación de tren en la que estaban esperándole dos individuos, uno increíblemente alto y encapuchado, y un chico de unos trece años que le acompañaba.
— Gádian — dijo Gren saludando al primero.
— Buenas noches Ashem.
— Mi nombre es Gren.
— Claro, Gren — rectificó Gádian al ver que le incomodaba su nombre Kanahm.
— Él es el chico, supongo…
— Me llamo Kurt Trümper, señor — dijo el joven Kurt estrechando su mano.
— Encantado de conocerte, Kurt — respondió Gren — Acabemos con esto.



***


    Dos Kanahm y un chico de trece años, el primer humano mortal al que se le permitía el acceso a Edén, avanzaban por la senda que conducía al gran árbol del bien y del mal, custodiado por varios Querubines, ataviados con su característico atuendo ligero y blanco que ondeaba con el más leve soplido del viento. El pequeño Kurt estaba absorto con cada detalle de aquel lugar. Desde el camino se apreciaba un precioso valle de un verde mucho más intenso que cualquiera que se pudiera encontrar en ningún punto de la Tierra. El gigantesco árbol reinaba entre la flora del lugar. Extraños animales que creía inexistentes en el exterior, vivían tranquilamente en Edén, como lo que parecía un precioso halcón azulado, de gran tamaño y con las plumas de la cola extremadamente largas, que cruzaba el cielo multicolor a una altura exagerada. Debido a todos los detalles que le llamaban la atención, el camino se le hizo tan corto, que ya llegaron a su destino, donde un Querubín les aguardaba.
Keisha Gádian — dijo el ángel mirando a Gádian a pesar de llevar los ojos vendados — Keisha Ashem — prosiguió mirando a Gren.
Adome — respondió Gren, haciendo una reverencia que Gádian no imitó.
— Bienvenidos seáis de nuevo a Edén, guardianes de la Tierra — dijo entonces, teniendo en cuenta la presencia de Kurt, que no entendía aquella antigua lengua — ¿Qué se os ofrece?
— Me temo que ya saben la respuesta — Respondió Gádian un tanto hostil para con el Querubín.
— Naturalmente que conocemos el motivo de vuestra visita — aclaró él mirando a Gádian por encima del hombro — Intuyo pues que sabéis que lo que vais a hacer, no tiene vuelta atrás, además de conllevar un peligro considerable para ti, Ashem.
— Soy consciente — dijo Gren.
— Proteges la Tierra desde hace miles de años, ¿puedo saber el motivo de tu exilio?
— Hace siete años conocí a una mujer de la que acabé enamorándome, y tuvimos un hijo. Quiero vivir el resto de mi vida junto a ellos como un mortal.
— Sabes que eso dependerá de cómo reaccione tu cuerpo a la ingesta del fruto, ¿verdad? — recordó el Querubin señalando la copa azulada del enorme árbol que tenían sobre sus cabezas.
— Soy consciente.
— En tal caso, vayamos al lago, ya está todo preparado.
Cerca de la colina donde se erguía el árbol de la vida, había un pequeño lago, de aguas cristalinas y en calma. Su superficie parecía un espejo que reflejaba la majestuosidad de aquel lugar. Varios Querubines se encontraban esperando a Gren, quien iba a renunciar a su condición de Kanahm. Era la primera vez que un guardián de la Tierra renunciaba de forma voluntaria a tal honor. Uno de los Querubines, de largo cabello blanco y piel morena, llevaba en las manos una pequeña caja de madera. El resto estaban dispuestos en fila india, formando un pasillo por el que supuestamente debía pasar Gren. Al hacerlo, bajo la atenta mirada del pequeño Kurt, los Querubines le iban rozando la cabeza con las manos. El “pasillo” que habían formado llevaba hasta la orilla del lago. Gren avanzó despacio hasta llegar al agua, que dejó de parecer aquel espejo, al llenarse de ondas con cada paso del todavía Kanahm. El Querubín que llevaba la pequeña cajita, la abrió y le ofreció su contenido a Gren, quien cogió un extraño fruto, aquel que daba el árbol de la vida. Después siguió caminando hacia dentro del lago, despojándose de su atuendo. Ya cuando el agua le llegaba por el ombligo, miró detenidamente al joven Kurt, que no perdía detalle, y a su maestro Gádian, un Kanahm al que conocía bien, y nunca hubiera imaginado al monstruo en el que estaba a punto de convertirse.
— Hermanos del Empíreo — dijo Gren mirando al cielo — Os ruego me concedáis el honor de vivir una vida mortal junto a mi familia el tiempo que estiméis oportuno. Sabéis que todo cuanto he hecho desde que soy guardián ha sido por el bien de la luz y la vida. Me pongo en manos de los Nahm para hacer este viaje — dijo antes de morder el fruto y desplomarse sobre el agua, perdiendo la vida entre violentas convulsiones.
Llegado el momento, el cuerpo del Kanahm quedó inmóvil en el agua, y poco después su cuerpo comenzó a diluirse en las aguas del lago, dejando un aura luminosa y azulada flotando en el aire. Los Querubines admiraban aquella luz y miraron a Kurt, el chico a quien había elegido Gren para que fuese su relevo, quien debiera asumir la responsabilidad de ser el nuevo guardián de la Tierra.
El aura de Gren, o Ashem, como lo llamaban los Querubines, flotaba inmóvil hasta que poco a poco se fue acercando al chico, que empezaba a asustarse.
— ¿Duele? — preguntó el pequeño Kurt.
— Todo lo contrario — aseguró Gádian — sentirás algo que no has sentido nunca. Pasarás a formar parte del mismísimo mundo. Y juntos comenzaremos a hacer lo que todos nuestros hermanos debieron empezar hace mucho tiempo.
— Recuerda bien para qué estáis en el mundo, Gádian — dijo el Querubín que les llevó hasta el lago.
— No soy yo quien lo ha olvidado.
— Tampoco habrás olvidado pues, lo que conlleva la confrontación de los Kanahm — recordó el ángel — No sería la primera vez que el mundo se estremece con una guerra celestial.
— No empañemos éste momento,  señor guardián del Edén — dijo Gádian tratando de cambiar el tono de la conversación — Un Kanahm está a punto de nacer. El Kanahm que hará recordar al ser humano la razón de su existencia.
El aura de Gren ya comenzaba a penetrar en el pequeño cuerpo de Kurt, que comenzó a elevarse sobre el suelo, mientras respiraba aceleradamente de los nervios. La luz se introdujo en él, llenando cada recoveco de su ser. Según pasaban los segundos, Kurt comenzó a ver todo mucho más nítido, podía sentir a todos los seres vivos que había en el lugar: Las aves sobre el cielo, los peces que había en el lago, y todas las criaturas que había sobre la tierra, cerca del lago, incluidos los Querubines, a quienes veía como seres de luz, casi divinos. Se sentía fuerte, más “vivo” que antes de entrar en contacto con el aura de Gren. La vida le rodeaba, ya no había lugar para la muerte, pues la luz se imponía por completo. Todo estaba iluminado, como si todo Edén tuviera su propia aura blanca. Excepto la zona donde se encontraba Gádian. El Kanahm estaba rodeado de una sombra que empañaba toda esa magia, una sombra que en algún momento destruyó toda la paz que había en el corazón del gigante…hace miles de años.
— Ahora empezarás a conocer a Gádian — pudo oír Kurt dentro de su cabeza. 
— ¿Eres Gren? — preguntó mentalmente, sin pronunciar palabra.
— Mi nombre es Ashem — respondió en su cabeza — Has heredado el don de la vida, Kurt. Ése fue siempre mi cometido como Kanahm… 
— ¿La vida? — preguntó desconcertado el chico.
— Sean cuales sean tus decisiones de ahora en adelante, serán las adecuadas para que triunfe la vida. Vives en un mundo que se está muriendo y por eso tu cometido será muy importante. 
— ¿Qué le pasa al maestro Gádian? — preguntó fijándose en la sombra que le acompañaba.
— Gádian ha sido invadido por la oscuridad y el odio… por eso debes empezar tu trabajo con él. Él tratará de convencerte para que actúes según sus designios y tú deberás crear en el la luz que hace tanto tiempo perdió.
— ¿Por qué me has dado éste don? 
— Mis prioridades cambiaron el día en que nació mi hijo. Él te acompañará pronto en tu viaje, Kurt. 
Aquella voz resonó por última vez en la cabeza del chico, mientras Gádian admiraba orgulloso cómo su pupilo se convertía en un Kanahm. Un Kanahm que poseía el don de la vida.


***


    Años más tarde, en la habitación de un hospital alemán, Viktor Trümper, un joven enfermo del corazón, llevaba tiempo entre la vida y la muerte, sucumbiendo a la enfermedad. Mientras su madre dormía a su lado en un incómodo sillón que había junto a la cama, miró con dificultad hacia la puerta, donde se encontraba en pie su hermano Kurt, a quien no veía desde aquel día en el puente del río Elba, en Dresde, hacía tantos años. Kurt había cambiado poco, exceptuando el largo cabello que lucía. 
— Hermano — dijo Kurt con la voz cortada.
— Por fin te has dignado a venir — respondió Viktor con mucha dificultad.
— Siento no haberlo hecho antes.
— Lo sé.
— He venido para hablarte acerca de algo — anunció Kurt mientras observaba el aura se su hermano apagarse — y es justo ahora el momento adecuado.
— ¿Ahora que me voy? 
— Así es, eres tú quien debe decidir. Puedo hacer que te quedes.
— Sé que serías capaz, pero los dos sabemos que mi sitio ya no está aquí… Me lo han dicho.
— ¿Quiénes?
— Ellos… son seres de luz, han venido a por mí, Kurt. Tengo que volver a ellos.
— ¿Están aquí?
— Sí, ¿no puedes verlos?
Kurt miraba por la habitación y no veía nada, tan sólo a su madre, que dormía junto a la cama de Viktor y a su hermano que se despedía de la vida que él podía mantener.
— Tú tienes tu cometido, y yo tengo el mío — dijo Viktor dejando escapar una lágrima y mirando fijamente a un punto en el que Kurt no podía ver nada.
— Viktor, quiero que te quedes, por favor, déjame ayudarte — dijo cogiéndole la mano, e intentando conservar el hilo de vida que mantenía a su hermano unido a la Tierra.
Al primer contacto con la mano de Viktor, el chico se dio cuenta que su hermano pudo haberse ido mucho antes, que aguantó hasta ese momento porque sabía que Kurt iba a estar con él, el Kanahm de la vida, que no podía mantener la de su hermano, quien tenía su propio cometido. Comprendiendo que no podía hacer nada por la vida de su hermano, Kurt soltó la mano de Viktor, quien expiró a los pocos segundos, haciendo su propio viaje, un viaje que Kurt llevaba años intentando evitar, pero que era inexorable.

jueves, 12 de mayo de 2016

Capítulo 9: Encuentro





    
El silencio se apoderó de Pariser Platz, en Berlín. La gente que quedaba en la plaza miraba atónita a las dos Kanahm que se habían presentado en la azotea de aquel hotel en medio de una potente luz blanca. Ninguna de las dos movía un músculo, tan solo se limitaban a mirar a Gádian, que seguía en pie frente a ellas, en la alto de la puerta de Brandemburgo. Momó, el zorro que acompañaba a Alicia emitía unos sonidos parecidos a un gruñido rabioso, observando cómo el enemigo sonreía a sus rivales.
— Deberías decirle a tu mascota que se calme, Alicia — dijo Gádian en su cabeza.
— Has jugado demasiado tiempo con los seres a los que debías proteger, pues ése y no otro es tu cometido — respondía la Kanahm, con serenidad.
— ¿Proteger? ¿Deberíamos proteger a unos seres cuyo único anhelo es el poder? Ellos son los primeros que se destruyen unos a otros y vosotros no hacéis nada.
— No nos toca a nosotros juzgar — intervino Claire — todos tienen su oportunidad, y todos deberán rendir cuentas cuando llegue el fin de los días.
— El fin de los días llega con demasiada lentitud — respondió antes de desvanecerse en medio de una especie de niebla negra — Por eso hago lo que hago — susurró al oído de Claire antes de volver a desaparecer dejando solas a las dos Kanahm ante el gentío.
Entonces un gran estruendo similar al de una gran trompeta retumbó en el cielo extendiéndose por todo lugar en el mundo. Un sonido que hasta el último ser viviente del planeta pudo escuchar con total claridad.
— Es la llamada — dijo Alicia — Casi había olvidado su sonido.
— Confiemos en Adon — dijo Claire después de escuchar aquel sonido — El momento se acerca. 
La multitud se silenció por completo mirando el cielo. Algunos temían que aquel ruido fuera una amenaza y se adivinaba el temor en sus caras. Nada más lejos de la realidad, ya que en otras ocasiones, la “llamada fue el último halo de esperanza para la humanidad, siempre acechada por el mal.

***

   Adon se encontraba reunido con los Kami en la espesura del bosque, habiendo dejado a Izan en la pequeña aldea. Tsubaki dio libertad al chico para ver las costumbres de su pueblo, que vivían como en una pequeña burbuja atemporal ajena a todo lo que sucedía en el mundo exterior. Muchos de los habitantes estaban preocupados por el sonido que también ellos habían sentido hace tan sólo unos minutos. La gran trompeta en el cielo. Mientras, Izan observaba el río desde el precioso puente de madera, dos niños que jugaban cerca se le acercaron curiosos y empezaron a observar al forastero. El niño debía de tener no más de seis años, la niña, algo mayor que él le agarraba de la mano.
Anata wa dare — dijo el niño acercándose más a Izan.
— ¿Cómo? — respondió el chico sin entender una palabra.
Anata wa hen desu ne — insistía el pequeño examinándole extrañado.
— ¡Kirei na me! — dijo entonces la niña.
— No entiendo lo que decís.
Kami no tomodachi desu ka — preguntó ella sonriendo.
— ¡Hide, Sora! — Dijo la que debiera de ser su madre desde el otro lado del puente llamando a sus hijos — ¡Koi!
— ¡Saionara hen na hito! — gritó el niño mientras corrían con su madre, que les pasó los brazos por los hombros, protegiéndoles y mirando a Izan con recelo antes de hacer una especia de reverencia con la cabeza, tal vez a modo de disculpa, o al menos así lo interpretó el muchacho.
— Izan — dijo Adon acompañado por los Kami — ¿Has oído eso?
El chico asintió a su profesor, observando los gestos de preocupación de Tsubaki y Toshiro.
— Todos los Kanahm han sido convocados de nuevo — aclaró Adon — Es “la llamada”, una trompeta que ha sonado hoy por primera vez en más de mil años.
— ¿Convocados? — preguntó Izan extrañado — ¿A dónde?
— Al lugar donde todo empezó — dijo Tsubaki muy seria.
— Edén — interrumpió Toshiro — y tú vendrás con nosotros.
Al parecer ya no era necesario recorrer el mundo para convencer a los Kanahm de que debían reunirse. Alguien o algo había allanado el terreno al joven y su maestro para que aquello sucediese lo más rápido posible. La primera imagen que Izan imaginó en su cabeza al oír las palabras de Toshiro fue el jardín del Edén, el lugar bíblico en el que Dios puso a Adán y Eva. Pero incluso la mayor parte de las religiones consideraban ya aquella historia como un mito. ¿Sería una casualidad que aquel lugar recibiera el mismo nombre? ¿Qué había de real en aquel mito?


***

    
    Charles, aquel monstruoso portador que “escapó” de la Cuna, despertó en un garaje en el que había dos chicos jóvenes y una chica observándole mientras despertaba. No recordaba haberse desmayado, pero sabía que había estado caminando por la costa de Atlantic City durante mucho tiempo después de lo que pasó con la niña que le bautizó. Casi con toda seguridad, el cuerpo artificial de un portador también necesitaba descanso, cosa que, evidentemente era un dato que Charles desconocía. 
— ¡Tío, te estás pudriendo! — dijo uno de los chicos mirando los pies del portador, que se encontraban en un estado lamentable.
— ¿Me habéis robado el suero? — preguntó Charles recordando que Gádian le confió unas cuantas dosis del suero que el profesor Cooper había sintetizado para alargar la esperanza de vida de sus portadores.
— Tranqui, tío ni la hemos probado — dijo imaginando que era algún tipo de droga mientras le daba a Charles la bolsa que llevaba — ¿Qué movida te metes?
— ¿Qué quieres decir?
— ¿Te pega un buen viaje? — dijo el otro chico.
— ¿Qué le pasa a esa chica? — dijo Charles mientras destapaba uno de los frascos de vidrio y echando un trago — Su corazón va muy despacio.
— ¿Te refieres a Lucy? — Respondió arrancando a reír — Lleva un colocón que no sabe ni dónde está.
Charles observó a la muchacha dormida sobre un mugriento sofá. Todo indicaba que había consumido una gran cantidad de algún tipo de droga. 
— Deberíais buscar ayuda, no está bien.
— ¿Qué no está bien? — Respondió el joven de nuevo hablando muy deprisa y abriendo demasiado los ojos — ¿Tú te has visto? ¡Eres un puto gigante eunuco y sin ombligo tronco!
— ¿Qué es eunuco?
— Significa que te han cortado la picha — dijo la chica arrastrando las palabras, sin poder abrir los ojos.
— ¿Los extraterrestres fumáis maría? 
— No soy un extraterrestre, pero si queréis puede mostraros de dónde vengo.
Los chavales estaban dispuestos a escuchar la historia que Charles iba a contarles, aunque debido a las drogas que habían estado consumiendo, su atención no era mucha precisamente.
— Soy sólo uno de innumerables espíritus que fueron condenados a no nacer en este mundo. Nuestro señor Gádian, un antiguo Guardián de la Tierra, tuvo a bien prestarme éste cuerpo artificial para que, al menos durante un corto período de tiempo pudiera saborear las mieles de la vida. Respirar, sentir la brisa del mar, conocer de cerca la vida humana… y dejar de ser una sombra. Pero estoy viendo algo que no comprendo. Vosotros, humanos, que gozáis del regalo de la vida, habéis creado un mundo que parece una gran sombra. La más oscura sombra que se puede imaginar — reflexionaba el portador.
Los tres jóvenes, ahora que la chica parecía haber despertado a duras penas, escuchaban atentos a Charles, lo que parecía una completa historia de ciencia ficción.
— No tengo muy claro las pretensiones de Gádian — continuaba el portador mirándoles a los ojos — Pero creo que vosotros deberíais tomar cartas en el asunto si no queréis que vuestro mundo se convierta en la oscuridad de la que me ha costado tanto escapar.
— ¡Pero qué cojones te has metido! — dijo uno de los chicos rompiendo a reír.
— Cállate tío — contestó la chica — Eso de Alemania… ¿Sabes algo?
— ¿Qué es Alemania? 
— ¿Conseguiste grabarlo? — dijo ella dirigiéndose a uno de los chicos que al parecer era su novio.
El chaval puso una memoria USB en la televisión que había frente al sofá, y empezó a reproducirse un video emitido por las noticias de un conocido canal de televisión estadounidense. En él se podía apreciar con detalle todo lo que capturaron las cámaras ubicadas en Pariser Platz, incluída la “resurrección” de Gádian, resurgiendo de sus propias cenizas y la aparición de las dos Kanahm antes del sonido de la trompeta, momento en el que la emisión se cortó.
— Justo después de eso, oímos un ruido increíble, como si viniera del cielo, tío — dijo el que puso el vídeo.
— Él es mi señor Gádian — aclaró Charles — Deberíais tener en cuenta mis palabras y aprovechar cada minuto que os queda en la Tierra — dijo Charles antes de abandonar aquel garaje, en tono de amenaza.



***



    Mientras el señor Skubbet continuaba mirando la televisión, atento por cada cosa que decían de lo sucedido en Berlín, Sara preparaba una pequeña maleta en su cuarto. Metiendo todo lo necesario para pasar unos días fuera de casa. Estaba claro que el mundo iba a cambiar en poco tiempo, y que Izan tendría un papel importante, y en ése momento sólo podía pensar en acompañarle. Quizá Claire y Alicia sabían cómo llegar al lugar donde estuviera su amigo con Adon y estaba convencida de ir a casa de Claire, donde había pasado la última noche, después de lo sucedido en la carretera con Adon y las sombras. Entonces unos arañazos tras la puerta llamaron su atención, y al abrirla, un pequeño zorro cruzó rápidamente el umbral y corrió hasta la cama, donde se sentó.
— Eres Momó ¿verdad? — dijo la muchacha con timidez.
El animal emitió una especia de gruñido, que Sara interpretó como una respuesta positiva.
— Sara — dijo la voz de Alicia en su cabeza — Todos los Kanahm hemos sido llamados a una reunión. Creo que deberías venir con nosotras.
— ¿Alicia? — respondió mirando los ojos del zorro.
— Sé que puede ser complicado, niña. Pero he sentido amor entre tú y el joven Izan, y el amor es lo que debería mover el mundo. Izan estará allí también. El mundo en el que vives acabará pronto y debes decidir.
— ¿Qué debo decidir?
— No eres un Kanahm, pero tienes suficiente poder como para ayudar al Guardián del Cielo en su camino. Ninguno de nosotros podrá tener ese poder jamás. 
— Dime que debo hacer para ir con él.
— Ve al piso de abajo y despídete de tu padre — ordenó la Kanahm — No le volverás a ver en éste mundo.
Aquellas palabras asustaron y desconcertaron a Sara, cuyo corazón empezó a bombear a una velocidad tremenda, pero obedeció. Salió y bajó al piso inferior, donde su padre ya le estaba esperando al final de las escaleras.
— Recuerdo cuando tu madre murió Sara.
— ¿Cómo? — respondió la chica con los ojos húmedos.
— Sentí lo mismo que siento ahora contigo. Sé que debes marcharte.
— ¿Cómo lo sabes?¿Quién te ha dicho…?
— No tengo ni idea, sólo sé que debes darte prisa — dijo su padre antes de despedirse — Sólo una cosa, hija.
— Dime Papá.
— Sé que no he sido el mejor padre… Pero quiero que sepas que todo cuanto he hecho en ésta vida lo hice por ti y por tu madre, que fue la mujer más valiente que he conocido en mi vida… y sé que tú lo serás aún más.
La muchacha corrió a abrazar a su padre, que de manera inexplicable sabía que debía marchar, tal vez por algún tipo de revelación.
— Eres el mejor padre — Sentenció ella — Gracias.
El zorro había salido al pasillo y observando desde arriba en las escaleras parecía que tenía prisa para que Sara subiera lo más rápido posible. Sara se separó de su padre sin volver la cara, acompañó al zorro de nuevo a su habitación. 
— ¿Qué le habéis hecho a mi padre? — preguntó la chica irritada y con la cara empapada en lágrimas.
— Al nacer, todos lo hacemos con una venda en los ojos que nos oculta la verdad. Cada uno elige cuándo se la quita, y tu padre lo acaba de hacer.
— ¿Dónde está Izan?
— Siéntate en el suelo con las piernas cruzadas — ordenó Alicia a través del pequeño animal, mientras éste se colocaba frente a la chica y la miraba fijamente.
— ¿Y ahora?
— Centra tu mirada en los ojos de Momó. Piérdete en ellos. Escucha mi voz.
— Ya lo hago…
— ¿Notas cómo te pesan los brazos?
— Sí.
— Puedes notar el frío del suelo. El aire rozando tu piel…Cierra los ojos.
Sara obedeció y cerró los ojos, aunque al hacerlo, seguía viendo al zorro sentado antes ella con toda claridad, pero en un fondo negro, hasta que el animal se fue disipando como el humo. Empezó a sentir un poco de frío y un fuerte viento que azotaba su largo cabello castaño violentamente. Podía oír el mar chocando contra las rocas. ¿El mar?
— Abre los ojos — dijo Alicia con una voz apacible y tranquila.
Sara se impresionó al comprobar que ya no estaba en su habitación. Estaba junto a Claire y Alicia en un pequeño islote rocoso, donde las olas rompían fuertemente y el viento azotaba con fuerza. Un monolito de piedra antigua con una cara tallada en ella presidía la pequeña isla.
— ¿Estás bien? — preguntó Claire preocupada.
— ¿Dónde estamos? — respondió Sara desconcertada.
— Ahora lo verás — anunció Alicia — levántate.
Alicia tomó la mano de la joven, levantándola del suelo.
— Sabemos que esto puede parecerte increíble — dijo Claire — por eso te pedimos que abras tu mente. Si lo haces no te harán falta respuestas.
Después de decir aquello, Claire atravesó lo que parecía ser una pared invisible, y al hacerlo, desapareció a ojos de Sara.
— ¿Qué? — dijo sin poder añadir nada más.
— Vamos, Sara — dijo Alicia tirando un poco de su mano.
— ¿Qué es eso? ¿A dónde ha ido ella? — decía Sara poniendo algo de resistencia.
— No tengas miedo — dijo Alicia cruzando junto a ella justo antes que Momó, que había aparecido allí justo en ese momento con ellas visiblemente contento.
Al traspasar lo que Sara sintió como un delicado velo transparente, la chica vio cómo aquella pequeña isla rocosa era mucho más grande de lo que se podía pensar. Estaba junto a Claire y Alicia frente a una gran llanura verde rodeada de grandísimas montañas con un gigantesco árbol en el medio presidiendo toda la escena. El cielo tenía diversos colores y luces, como las nebulosas del universo que tantas veces había visto en los documentales que ponía en clase el profesor de ciencias. 
— Bienvenida a Edén — dijo Claire solemnemente y llena de orgullo.
— ¿Edén? ¿Es real? — preguntó la chica admirando el paisaje.
— Estás aquí, ¿no?
— Es increíble…
Apenas había dicho aquellas palabras cuando en el cielo, tres pequeños puntos se acercaban volando a gran velocidad, que fueron tomando forma humana mientras se acercaban. Iban vestidos con una especie de togas blancas que con el efecto del viento, se confundían con unas grandes alas que resplandecían con la luz del sol. Cuando llegaron a donde se encontraban, descendieron hasta el suelo y las dos Kanahm hicieron una reverencia. Con un gesto Alicia ordenó a Sara que hiciera lo mismo.
— Sara, son querubines, los custodios de Edén y del árbol de la vida — dijo Claire.
Los tres querubines tenían una venda de seda blanca tapando sus ojos. Tenían una estatura mayor a la media humana y el cabello largo y blanco, trenzado hacia atrás, dejando parte del cabello suelto en una melena que caía por la espalda. Las togas blancas estaban ceñidas al cuerpo mediante unos humildes cordones marrones a modo de cinturón. En sus brazos tenían unos extraños símbolos que parecían tatuados en su piel. Los tres portaban una vara de madera, no más largo que ellos.
Keisha aj mahal — saludó uno de ellos, el más alto de los tres, que tenía la piel morena y por ello el color blanco del pelo destacaba más.
Nérian adome, tivelez — respondió Claire.
Los tres ángeles hicieron un gesto para que los siguieran y juntos, descendieron por un sendero que conducía al centro de aquel paraíso, en dirección al gran árbol.
— ¿Querubines? — Dijo Sara ignorando que los tres seres estaban escuchándolo todo pese a la distancia que les separaban — ¿Esos no son los angelitos que disparan flechas de amor?
— Nada de lo que hayas podido escuchar se corresponde con la realidad. Te sugiero que olvides desde ya todo lo que crees saber sobre los ángeles — dijo Claire sonriendo — Y por si me lo ibas a preguntar: No tienen alas.
Los ángeles las guiaron hasta el enorme árbol que había en el centro de la llanura, en el cual había una abertura similar a una puerta. El tronco era increíblemente grueso. Podría tener fácilmente cien metros de diámetro. Al llegar, los querubines hicieron de nuevo una reverencia, y se fueron volando tan rápido como un rayo.
— Bien Sara — dijo Alicia — Ya podemos entrar.
Las tres entraron por la gran puerta que había en el árbol y tras la cual había una sala en la que había unas cuarenta personas esperando sentadas en una gran mesa redonda.
— Todos ellos son Kanahm — aclaró Claire — excepto él.
Izan estaba acompañado por Adon y los tres Kami, ya que Hideki, el Kami que decidió marcharse de la aldea, también se había presentado a la reunión. Era un chico joven, con el pelo alborotado y numerosos abalorios decorativos, como varias cadenas plateadas colgadas del cuello y tres anillos en cada mano. Adon no entendía bien qué hacía la joven Sara con ellas. Lo mismo debieron preguntarse muchos de los presentes al mirarla. Izan corrió hacia la chica y se fundieron en un abrazo.
— ¿Qué haces aquí? — preguntó Izan entusiasmado.
— Ellas me han traído.
— Te echaba de menos — Dijo el chico ruborizando a Sara.
— Si llego a saber que se podían traer humanos, hubiera llamado a más amigos — dijo una tenebrosa voz desde la puerta. 
— Gádian — dijo Adon cargado de ira observándole entrar junto a otro individuo encapuchado — ¿Qué haces tú aquí?
— Aún soy un Kanahm ¿no? — Dijo el gigante mientras la puerta desaparecía tras él.
— ¿Quién te acompaña?
— Saluda, no seas maleducado — ordenó Gádian a su acompañante.
El individuo descubrió su rostro. Era Kurt, quien no presentaba signos de lo ocurrido en Berlín, pues a un Kanahm, no se le puede matar.

viernes, 6 de mayo de 2016

Capítulo 8: Pacto








— La directora general de la organización mundial de la salud, ha calificado el suceso como la mayor pandemia de este siglo, según sus propias palabras — decía una reportera en la televisión — miles de médicos y científicos por todo el mundo están trabajando en ello y en sus posibles causas. Por el momento, no ha trascendido ninguna información al respecto. Por otro lado, se han detectado numerosos disturbios en varios puntos urbanos por parte de fanáticos religiosos, que asumen el evento como una señal enviada por Dios para advertir a la humanidad…
   Karen Nielsen apagó la televisión de la habitación del hospital, donde aún se encontraba su hermana recuperándose tras una larga noche. En su cara se apreciaba claramente el disgusto de haber perdido su primer hijo, además de los efectos de no haber pegado ojo.
— ¿Por qué la apagas? — dijo en voz baja.
— No necesitas verlo ahora mismo — respondió Karen cogiendo delicadamente la mano de su hermana.
— ¿Qué crees tú? — preguntó Sophie tartamudeando — ¿Será una señal divina? 
— No digas tonterías.
— Ya lo hizo una vez ¿no? Con el diluvio universal. Aquella vez ahogó a toda la humanidad… Ésta vez sólo esperará a que el último de nosotros muera.
— Sophie, sabes que yo no creo mucho en éstas cosas, pero ¿realmente crees que Dios está ahí arriba, para vernos envejecer y morir?
— ¿Cómo puede ser un virus? — Dijo su hermana — ¿En todo el mundo al mismo tiempo? Según las noticias, puede ser que no haya una sola mujer embarazada en éste momento en el mundo. Es imposible que sea una pandemia, como dicen…
— Yo tampoco creo que sea una pandemia.
Hubo unos segundos de silencio. Karen siempre había sido abiertamente atea, lo que disgustaba mucho a su familia, y escéptica en todo aquello que no fuera científicamente contrastado, por lo que admitir a medias tintas de una posible intervención divina significaba un cambio tan importante, que Sophie se vio obligada a preguntar.
— ¿Por qué dices eso? — Sophie miraba los ojos de su hermana, convencida de que ocultaba algo.
— He conocido a alguien especial.
— ¿Mi hermana enamorada?
— No es eso. 
— Explícate — exigió Sophie.
— Hace unos días interrogué a un sospechoso de asesinato. Al principio parecía un hombre normal y corriente, pero durante uno de los interrogatorios me dio la mano… y vi cosas.
— ¿Cosas? — Preguntó emocionada — ¿Qué cosas?
— Un lugar precioso… lleno de estrellas, un enorme árbol en el centro de un campo precioso de césped. La paz se sentía como te siento a ti ahora mismo. Me dijo que venía de allí, que estaba aquí para proteger la Tierra, como si fuera un ángel — explicaba algo nerviosa por la cara descompuesta de su hermana — Jamás lo hubiera creído… pero lo vi con tanta claridad que decidí confiar en él. Y luego lo confirmé viendo lo que hizo en la carretera.
— ¿Qué hizo?
— Algo…algo increíble, la verdad — dijo sonriendo mientras recordaba el momento — muy difícil de explicar. Espero que algún día puedas conocerle.
— Hermana, ¿estás bien? — Preguntó Sophie preocupada — ¿Has dormido algo? Vete a casa a descansar, Eric no tardará en llegar.
— Estoy bien, y no estoy loca… Hay más como él, y estoy segura de que dentro de muy poco tiempo, todos seremos testigos de lo que pueden hacer.
    Después de la noche que pasó con tres Kanahm y aquellos chicos, Kurt decidió tomarse un tiempo libre para pensar. Embarcó en un vuelo hacia Dresde, en la que aún estaba su antigua casa, donde vivía con su familia, hasta que murieron durante un robo violento y decidió marcharse de allí junto a su maestro Gádian. Naturalmente la casa le quedó de herencia, pero nunca la quiso, y desde entonces estaba abandonada. Era la primera vez que pisaba aquella casa desde que decidió marcharse. El jardín sufría los efectos de no haber sido cuidado en mucho tiempo, con altos hierbajos que crecían más de medio metro. Un fugas recuerdo de su madre recortando el césped salió de su memoria como una dolorosa puñalada. Abrió la pequeña puerta de madera decorativa que daba acceso a un caminito de piedra sobre el jardín que llevaba hasta la puerta de la casa, un amplio adosado blanco, con la puerta y ventanas de madera y un gran tejado gris. 
— ¿Dónde estaba? — se dijo a sí mismo intentando recordar el escondite secreto de la llave justo antes de recordarlo.
El chico apartó una maceta de barro que había junto al portón del garaje y allí seguía la llave, un poco oxidada pero ajena al tiempo que había pasado desde la última vez que fue usada. Costó algo de trabajo, pero al final la llave funcionó y abrió la puerta. Era increíble el poder que tiene un sentido como el olfato para nuestra memoria, ya que a pesar de haber pasado tanto tiempo, y de no haber sido limpiada o ventilada, aún quedaba una sombra del olor que tanto le gustaba a Kurt de aquella casa. Nunca supo qué era lo que olía de ese modo, pero no lo había sentido en ningún otro lugar.
— Sabía que llegaría éste día — dijo Gádian frente a él, dentro de la casa.
— ¿No puedo tener un poco de intimidad? — respondió Kurt.
— No creo que sea el momento de ponernos sentimentales.
— ¿Quién está sentimental?
— Te haces el duro, chico. Es una reacción totalmente normal, pero recuerda que debemos tener perspectiva… Te has enterado de lo que ha pasado, supongo…
— No se habla de otra cosa… Un mundo en el que no nacen niños… ¿Es el mundo que queremos?
Gádian dejó escapar una sonora carcajada.
— ¿Crees que hemos sido nosotros? — Dijo el gigante quitándose la capucha que tapaba parcialmente su rostro — no llegamos tan lejos, chico… pero desde luego, es una señal. En cualquier caso, es el momento de actuar aprovechando la confusión de la gente. Muchos creen que llega el fin del mundo… ya está todo preparado para la gran revelación.
— ¿Aquí? ¿En Alemania?
Gádian asintió en silencio, mientras el chico le miraba preocupado por sus palabras. Por fin había llegado el momento, ya no había vuelta atrás. El fin del Pacto al que había llegado con su maestro hace años, cuando no era más que un adolescente estaba próximo. 
— Nos vamos a Berlín — dijo Gádian orgulloso y eufórico.

    El señor Skubbet y su hija Sara se preparaban para salir de casa con destino al instituto, él apuraba su café mientras miraba detenidamente la televisión, en la que daban una noticia de última hora desde Alemania, donde alguien había secuestrado a la presidenta de la república federal, Eleonora Bachmeier, la jefa del estado en aquel momento. Era la primera vez que se hablaba en televisión de otra cosa que no tuviera que ver con la crisis de los embarazos en el mundo. 
— El mundo está completamente loco — dijo el señor Skubbet sin apartar la mirada de la televisión.
Su hija simplemente asintió sin prestar atención al aparato.
— Hija, ¿te pasa algo? 
— Estoy bien papá — mintió ella — no te preocupes.
— ¿Tiene que ver con tu amigo Izan?
— He dicho que estoy bien.
— Sara, te lo he dicho muchas veces, sabes que puedes contar con tu padre para lo que sea. Has pasado por algo muy duro — el señor Skubbet no sabía nada de que el joven hubiese sobrevivido finalmente, y seguía dando a Izan por muerto — Quédate descansando si quieres, le diré a los profesores que no te encuentras bien.
— Voy a salir antes, he quedado con Rebbeca para ir juntas a clase.
El director no añadió nada más y miró preocupado a su hija que había cogido la mochila y se proponía a salir de la casa justo cuando la televisión llamó la atención de ambos.
— En directo desde Pariser Platz, frente a la puerta de Brandenburgo, donde un encapuchado ha subido a lo alto del monumento con tres rehenes con sendas bolsas en la cabeza — dijo el presentador — Astrid Larsen, cuéntanos — añadió dirigiéndose a la enviada especial a Berlín — ¿se sabe algo de las identidades de los rehenes?
— Buenos días desde Berlín — respondía ella — todo parece indicar que uno de ellos podría ser la presidenta Bachmeier, de la que no se tiene noticia desde la primera hora de la mañana. Aún no han trascendido datos concretos, pero las fuerzas del orden desconocen la identidad del terrorista y de los otros dos rehenes.
En la imagen que se podía ver en la televisión, se apreciaban claramente cuatro figuras en lo alto de la Puerta de Brandenburgo, monumento símbolo de Alemania y su capital. Uno de ellos, el más alto, vestía una túnica negra con capucha, y los tres rehenes tenían la cabeza cubierta con bolsas negras.
— Dios mío — se limitó a decir el señor Skubbet.
— ¿Qué está pasando? — dijo su hija mostrando interés.
— Son terroristas.

    En Pariser Platz, se iba concentrando una multitud de curiosos, pese a las indicaciones de la policía que trataba de disolver la concentración. En lo alto del monumento, una quinta persona se sumaba a los otros cuatro, era Kurt. Se podían escuchar los gemidos de los tres rehenes, que clamaban por ser liberados. Él sabía que no ocurriría tal cosa y se situó a la derecha del gigante que los tenía retenidos. Cada vez había más gente en la plaza, además de periodistas que emitían para todo el mundo y un par de helicópteros que hacían seguimiento de cualquier movimiento.
— ¡Buenos días Berlín! — Dijo Gádian en perfecto alemán — Hoy van a ser testigos del renacimiento de este mundo…
Tras decir éstas palabras, retiro la bolsa de la cabeza del primero de los rehenes. Tal como se había vaticinado en televisión, se trataba de Eleanora Bachmeier, presidenta de la república federal alemana. Aunque era muy difícil identificarla debido a la cara amoratada y el cabello rubio alborotado. 
— Quítale la mordaza, chico — ordenó Gádian. Kurt obedeció y le retiró el trapo que tenía en el interior de la boca a la señora, lo que le provocó una arcada.
— Por favor… — dijo ella sin añadir nada más.
Entre la multitud que había en la plaza reinaba el silencio, la incredulidad y sobretodo el miedo. Vieron con horror cómo el supuesto terrorista derribaba la cuádriga ornamental de la puerta de una sola patada, haciendo que la escultura de cobre cayera con fuerza al suelo, haciendo que se quebrara con el impacto.
— ¡Déjenme que les presente a nuestros ilustres invitados! — Gritó el gigante descubriendo los rostros de los otros rehenes — ¡Con todos ustedes, el canciller Ewald Traugott, y el vicecanciller Lorenz Neudorf!
    Los tres líderes del país se encontraban retenidos por terroristas, y todo parecía indicar que iban a ser ejecutados en directo. Mucha de la gente que había congregada en la plaza decidió marcharse asustada, y los que se quedaron pudieron asistir a un acontecimiento trágico e histórico para el país, y para el mundo entero, pues aquello sólo era el principio.
— Ha llegado el momento — dijo Gádian, lo que Kurt tomó como una orden.
El chico prendió una antorcha y contra todo pronóstico prendió fuego a su maestro, que dejó voluntariamente que el fuego consumiera su cuerpo frente a la multitud. Se podían escuchar algunos gritos entre la gente que miraba horrorizada el espectáculo. Las llamas devoraban rápidamente el cuerpo de Gádian, cuya túnica ya se había desintegrado y la piel se iba deshaciendo pasto del fuego.
— ¡Yo soy vuestro Dios! — Dijo entre las llamas — ¡Vuestro salvador!
Kurt y los tres rehenes miraban cómo se iba consumiendo el cuerpo del gigante, hasta que llegó el momento y se precipitó violentamente contra el suelo, ya casi convertido en cenizas. 
— ¡Dios mío! — gritó la presidenta mirando el cuerpo de su captor desparramado en el suelo de la plaza.
— Cállese — ordenó Kurt — Esto aún no ha terminado.
El fuego casi se había extinguido por completo,  dejando a Gádian en un estado lamentable. Todos los testigos, tanto los allí presentes como por televisión le vieron morir sin ninguna duda, pero lo que ocurrió después sólo podía significar una cosa: estaban ante un ser que no era de este mundo.
La carne chamuscada del gigante se fue desprendiendo del característico color negro de las quemaduras. Los ojos, que la gente pudo ver reventar en el interior de sus cuencas, se restauraban poco a poco. Las venas y músculos del cuerpo se arremolinaban entorno a él, adhiriéndose de nuevo al gigante. Las cenizas volvían a convertirse en una piel blanca como la leche, y ésta volvía a envolver el cuerpo de Gádian. El cabello, que había desaparecido por completo, volvió poco a poco a salir de su cuero cabelludo. En cuanto sus párpados se hubieron reconstruido, el gigante abrió sus ojos grises, mirando de nuevo a la multitud.
— Soy vuestro líder, no ellos — dijo lo suficientemente alto como para ser escuchado antes de volver a lo alto de la puerta de un solo salto — Hazlo chico.
Kurt obedeció sin mediar palabra, aunque con gesto incómodo. Abrió fuego contra los tres rehenes. Un disparo para cada uno, que los hizo caer inertes contra el suelo ante la gente horrorizada que fue testigo.
— Ellos se creían que estaban por encima de vosotros… Mala idea. Sólo un Dios está por encima de un humano… ¡Yo soy vuestro Dios! Y vosotros seréis mis hijos. — dijo el gigante desde lo alto del monumento, con la misma apariencia que tenía antes de haber sido prendido fuego, aunque desprovisto de ropa.
Entonces una intensa luz blanca brilló desde lo alto del hotel Adlon, situado en la misma plaza frente al monumento donde se encontraba Gádian. Una mujer apareció en el centro de la luz, acompañada de un zorro sobre su hombro. A continuación una segunda luz cegadora hizo aparecer a Claire a su lado, mirando fijamente a Gádian a los ojos, no por primera vez. 
— Lo has hecho muy bien Kurt — dijo Gádian — Vete.
Antes de que pudiera obedecer la orden, una ráfaga de disparos impactaron contra el joven, procedentes de las ventanas de los edificios colindantes. Resultaba evidente que podía haber francotiradores observándolo todo desde sus puestos, pero por alguna razón, para no errar el tiro y matar a los rehenes, no habían actuado hasta entonces. Kurt pudo sentir los proyectiles en su interior, quemaban como si estuvieran al rojo vivo. Una segunda ráfaga fue lo que terminó por abatirle. El chico, que era plenamente consciente de lo que había hecho, dirigió sus últimos pensamientos hacia su hermano Viktor, y hacia el Pacto que le puso junto a Gádian, el cual ya estaba cumplido.

viernes, 29 de abril de 2016

Capítulo 7: Los Kami



 

Una fuerza descomunal tiró de Izan, que pudo ver cómo el espacio que le rodeaba se rasgaba como un papel, tornando en una infinidad de luces de distintos colores. Aquella fuerza era tan grande que le impedía moverse, o mirar hacia otro lado. Sólo podía sentir la mano de Adon agarrándole con fuerza mientras las luces iban y venían. Podía también escuchar unas voces que parecían no decir nada claro, como las que se oyen entre una multitud. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso había algo más que su profesor no le hubiese contado? 
    Tan rápido como vinieron, las luces se fueron, y de pronto se encontraban en un denso bosque en el que muchos de los árboles estaban secos. El silencio era sepulcral, no había animales o movimiento alguno entre las ramas de los habitantes de aquel lugar. Hacía frio, pero soportable con la sudadera que llevaba puesta (prestada por Sara). Izan sentía tantas náuseas que comenzó a vomitar descontroladamente.
— Tranquilo, chico — dijo Adon que parecía no ocurrirle nada — échalo todo. Está bien.
Izan se sentía demasiado mal como para preguntar nada en aquel momento, por lo que se mantuvo sentado durante el tiempo necesario como para que la cabeza dejara de darle vueltas, y sólo entonces, preguntó.
— ¿Qué coño ha sido eso? — susurró.
— Ahora lo verás — respondió su maestro sonriente — ¿Puedes ponerte en pie?
Sin contestar, el chico hizo lo posible por levantarse, y aunque durante unos segundos, el mareo le hacía tambalearse, consiguió mantenerse en pie, y observó a su alrededor. Como había podido comprobar, estaban en un oscuro bosque, pero reparó en un detalle que anteriormente dejó pasar debido al malestar. Una especie de monolito de piedra en el que había tallada lo que parecía una cara humana, o por lo menos lo parecía, ya que la roca estaba muy erosionada y no se veía con nitidez. 
— La última vez que estuve aquí — dijo Adon — los habitantes de este lugar solían rezar a los espíritus de la naturaleza. Ése de ahí — continuó señalando el monolito — representa a uno de ellos. Acompáñame, creo recordar el camino.
Izan acumuló preguntas para más tarde, ya que empezaba a conocer la naturaleza misteriosa de su profesor, y decidió seguirle sin más, observando todo lo posible. Observó cómo el aura de Adon era en ese momento casi imperceptible, y en aquel lugar no había nada que emitiera aura alguna, o al menos eso parecía. 
— Debería ser aquí — dijo el maestro llegando a un pequeño claro entre los árboles.
— Adon, ¿dónde estamos? — preguntó el chico sin poder esperar las respuestas.
Adon se limitó a señalar una gran montaña que se podía ver desde aquel claro, presidiendo todo el paisaje. 
— Ése de ahí es el monte Fuji, chico — Adon seguía señalando la montaña y miró a Izan, que parecía realmente impactado — ¿Lo habías visto en persona alguna vez?
— Pero el Fuji está en…
— En Japón, chico.
— ¿Japón?... no puede ser… ¿cómo?
— Ya llegarán las respuestas, acompáñame.
Izan no podía creer nada de lo que estaba pasando, pero ciertamente había pensado del mismo modo otras veces, y aunque parecía una completa locura, también parecía que aquel extraño hombre sabía muchas cosas, y lo que le habían demostrado los días anteriores, es que en el mundo había más cosas de las que se podían ver o estudiar, como la existencia del aura o las sombras. ¿Por qué no iba a creer a ése Kanahm, después de haberle visto luchar contra las sombras ante sus ojos? Como decía su maestro, ya llegarán las respuestas.
Siguieron caminando por el bosque durante unos minutos, hasta que por alguna razón, Adon se detuvo y advirtió al chico de que hiciera lo mismo.
— ¿Qué pasa? — preguntó Izan mirando el rostro desencajado de su profesor.
Adon observaba impresionado un templo que se escondía entre la vegetación. Parecía que llevara mucho tiempo abandonado, ya que estaba en un estado deplorable. La madera hace tiempo que comenzó a pudrirse, los árboles habían desplazado con sus raíces los cimientos del edificio y daba la impresión de que pudiera derrumbarse en cualquier momento.
— Yo estuve aquí hace mucho tiempo — dijo Adon sin apartar la mirada del edificio.
— Parece abandonado — dijo Izan sin entender muy bien el motivo de la preocupación de Adon.
— Éste fue durante siglos el hogar de dos de los Kanahm más antiguos que conozco. Ella se llama Tsubaki. Es la más antigua de ésta región. Llegó a empatizar tanto con los campesinos de una aldea cercana, que tomó a varios de ellos como aprendices y compartió con ellos su filosofía y creencias. El resultado fue una relación íntima y respetuosa con la naturaleza, que según la Kami Tsubaki, era la madre de todo.
— ¿Qué es un Kami? — preguntó curioso Izan.
— Literalmente sería un espíritu de la naturaleza, como le llamaban sus aprendices. Es el nombre que reciben los Kanahm aquí. Sus aprendices llegaron a amar tanto a los Kami, que hicieron un juramento en el que se comprometieron a proteger este templo y a sus moradores de las continuas guerras del Japón feudal.
— ¿Cuántos Kanahm había en Japón?
— Tres: Tsubaki, Toshiro (su esposo) y Hideki — dijo Adon — de éste último no sabemos mucho, ya que decidió marcharse sin dejar rastro cuando Tsubaki declaró su amor por Toshiro.
— Un señor culebrón — dijo Izan — bien por Hideki.
— ¿Por qué lo dices?
— Mira el estado del templo, sea lo que fuere, hubo algo que no salió nada bien.
— Eso parece — sentenció el profesor — pero si algo me ha enseñado esta larga vida, Izan, es que muchas cosas no son lo que parecen.
Después de decir aquellas palabras, el maestro alzó su mano izquierda y esperó unos segundos. 
— ¿Escuchas sus voces? — preguntó Adon cerrando los ojos.
— ¿Voces?
— Cierra los ojos, chico.
Izan obedeció y en el momento en que cerró sus ojos, comenzó a oír las voces de varias personas. Risas de niños jugando y corriendo, ruidos de gente labrando la tierra, otros hablaban… ¿De dónde venía el sonido, si en aquel bosque estaban solos? Fue al hacerse aquella pregunta cuando el chaval abrió de nuevo los ojos y no pudo creer lo que vio. Se encontraban en una pequeña aldea, en la que al fondo se podía divisar el majestuoso templo, perfectamente conservado. Los pájaros cantaban, no hacía ni frío ni calor. Varios niños correteaban de un lado a otro, y una preciosa mujer con el cabello lacio y negro y ataviada con un precioso kimono blanco se dirigía hacia ellos.
— Nunca fue fácil engañarte, Adon — dijo la mujer extendiendo su puño derecho hacia el profesor.
— Tsubaki — saludó él chocando su puño con el de ella y sonriendo — No recordaba tu rostro. Te presento a Izan, Izan, ella es Tsubaki.
La Kami le ofreció el puño al chico, y él hizo lo mismo que su maestro. Al primer contacto con el puño de Izan, Tsubaki hizo un gesto similar al de la sorpresa e Izan observó cómo el aura blanca de la mujer brillaba con fuerza mientras fijaba sus ojos negros en los suyos.
— Ahora entiendo el motivo de tu visita, Adon.
— ¿Recuerdas las palabras de Naihad? — Dijo Adon emocionado — Tenía razón. Ellos nunca nos abandonaron. Nos han enviado a uno de sus guardianes.
— Entiendo tu entusiasmo, hermano — replicaba ella — pero hemos de tener muy presente el pasado. No es la primera vez que recibimos éste tipo de señales.
— Pero…
— Toshiro nos está esperando — interrumpió Tsubaki — Me interesaría conocer su opinión.
— A todos nos interesaría — zanjó Adon.
— Seguidme.
Los tres recorrieron la aldea, que rezumaba alegría y paz por cada rincón. Izan se fijó especialmente en un grupo de personas que parecía que asistían a unas clases de meditación. Estaban sentados en la posición de loto y un viejo maestro, que estaba sentado igualmente frente a ellos, recitaba mantras budistas que luego ellos repetían al unísono. Se dirigían a la puerta del templo, situada al final de un pequeño puente de madera que había sobre un arroyo que regaba la aldea. Dos guardias ataviados como samuráis guardaban celosamente la entrada.
— Tsubaki sama — saludaron haciendo una pequeña reverencia antes de abrir la puerta — Okaerinasai.
— ¿Qué han dicho? — preguntó Izan susurrando.
— Le dan la bienvenida — explicaba el profesor — utilizan el sufijo sama en señal de respeto.

El templo por dentro no decepcionaba. La madera de su estructura estaba barnizada, lo que le daba a la misma un color ocre precioso. El interior estaba iluminado con lámparas de aceite y aunque el suelo crujía con cada paso, parecía mucho más resistente que muchos de otras partes del mundo. Parecía como si en aquella aldea, así como en el interior del templo, se hubiese congelado el tiempo desde la era feudal.

Tsubaki se detuvo frente a una puerta fabricada con un papel exquisito, que filtraba la silueta de un hombre alto, al parecer también vestido con un kimono. Poco a poco abrió la puerta corredera y se dejó ver. 

— Adon — saludó — encantado de recibirte de nuevo en nuestra casa después de tanto tiempo… y no vienes sólo… Dime, ¿quién es el chico? 

— Mi nombre es Izan, señor.

— Ése no es tu verdadero nombre, ¿me equivoco?

Izan miró confundido a su maestro, que le devolvió la mirada y le asintió con la cabeza.

— ¿A qué se refiere? Es el nombre que me pusieron mis padres.

— ¿Crees que siempre te has llamado así? — Respondió misterioso — Acércate a mí, Izan.
El chico obedeció y se situó frente al Kami, que le impuso las manos sobre la cabeza, y cerró los ojos mientras Izan sentía poco a poco el calor de sus manos. De repente empezó a sentir un dolor punzante en el pecho y sin saber por qué, llegó a la conclusión de que no era en aquel momento cuando le dolió el pecho. Tampoco cuando murió su madre. Aquel dolor era un recuerdo. Volvió a ver aquel árbol azulado y gigante entre puntitos de luz, pero eso sólo era una ínfima parte del mundo del que venía. Casi entendía lo que representaba aquel árbol, de algún modo, aquel era el lugar donde los espíritus aguardaban su turno para venir al mundo. Pero estaba vacío. Las grandes hojas azules se marchitaban, y en aquel momento supo que aquello era un oscuro mensaje que caía sobre el mundo. Una voz femenina, la misma que pudo oír aquella vez antes de despertar en la morgue de un hospital, le llamaba por su nombre: Nélion.

— Ahora ya sabes tu nombre, chico — dijo el Kami quitando sus manos de la cabeza de Izan — tu verdadero nombre.


    Muy lejos de aquel lugar, Gádian estaba sumergido en la música que emitía un vieho gramófono que había sobre un escritorio de madera en su cámara de la Cuna. Con los ojos cerrados sentía cada nota del réquiem de Mozart. Ciertamente, era la única pieza que conseguía relajarle. El disco debía ser muy viejo, por los continuos chasquidos que producía la aguja en contacto con el vinilo dándole al ambiente un encanto especial. Toda la tranquilidad fue truncada por uno de sus acólitos que llamaba a la puerta con insistencia. 

— ¡Señor! — se podía escuchar tras la gruesa puerta de madera.

— Adelante — dijo Gádian asqueado por perder aquellos minutos de paz.

El sirviente entró atropelladamente en la cámara para dar una mala noticia. 

— Uno de los portadores ha escapado — anunció — Cooper lo descubrió haciendo el recuento diario.

— Escucha un momento la música — dijo inesperadamente mientras subía el volumen — ¿Cómo un simple humano logró representar tantas emociones usando sólo el sonido? Ésta melodía te lleva inevitablemente hacia la muerte, es la más lograda de sus representaciones. ¿Será esto lo que uno siente al morir?

Gádian se quedó unos segundos mirando el fuego de su chimenea, tranquilo y sin mostrar signos de haberse sorprendido por la noticia. Al ver que su acólito no entendía sus palabras, prosiguió a contestarle para que se fuera cuanto antes, y le dejara de nuevo en su remanso de paz.

— Ése portador lleva mucho tiempo fuera de la Cuna — respondió — Él mismo me pidió que le dejara libre, y pedí un transporte para él… ahora debería estar muy lejos de aquí.

— Pero cada uno de ellos no puede vivir más de cinco días sin la medicación.

— Ya decidieron por él una vez al no permitirle nacer entre los mortales. ¿Quién soy yo para negarle de nuevo la vida que quiera vivir?

— La producción de esos cuerpos ha costado millones — advirtió el sirviente — muchos de nuestros benefactores retirarían su apoyo de saber esto.

— ¿Me estás cuestionando?

Esas fueron las últimas palabras de la conversación. El acólito se fue por donde vino, y Gádian volvió a mirar el fuego, mientras el réquiem seguía ambientando la sala.


    Como dijo Gádian, aquel portador que decidió desertar se encontraba muy lejos de allí, caminando por una playa de arena muy fina, observando cómo rompían las olas sobre unas rocas cercanas donde había un pequeño saliente donde habitualmente habría pescadores, pero como en aquel momento no había nadie, decidió ir hasta allí y sentarse en el borde de una de las rocas, para mirar y sentir el mar desde más cerca. Llevaba puesto una especie de capa con capucha, para evitar que la gente pudiera verle la cara, aquella cara andrógina que Kurt vio aquel día cuando los portadores aún estaban en sus sarcófagos. Llevaba más de dos horas sentado sin inmutarse mirando el agua, cuando una niña de unos once años se le acercó por la espalda.

— Hola — dijo la pequeña — me llamo Rachel, ¿y tú?

— Nada — respondió el portador con una voz que sería muy difícil identificar como de hombre o mujer.

— ¿Cómo que nada? — Respondió — Tendrás un nombre…

— ¿Un nombre? — repitió pensativo mientras seguís sentado en las rocas mirando el agua romper contra ellas — Yo no tengo nombre.

— Pues qué malos eran tus papás… todo el mundo tiene uno.

— ¿Mis papás?

— Sí, son muy malos — dijo la niña avanzando por las rocas y sentándose junto al portador — ¿Eres un monstruo?

— ¿Por qué dices eso? 

— No sé… eres muy grande — dijo ella mirando la increíble estatura del ser que tenía ante ella, que fácilmente superaba los dos metros — además, no tienes nombre. Los monstruos tampoco lo tienen. ¡Ya lo tengo! — dijo de pronto.

— ¿Qué ocurre, niña?

— Yo te pondré un nombre, ¿te parece? — Dijo antes de ponerse a pensar en uno — Emm… no sé… ¿Qué tal Charles? ¡Como mi abuelito!

— ¿Charles? — repitió el portador mirando por primera vez a la niña, de intensos ojos azules que llevaba puesto un grueso abrigo rosa de plumas.

— Mis papás también son muy malos, Charles. Por eso me he escapado de casa. No quiero volver nunca.

— ¿Y eso por qué? — preguntó “Charles” con algo de curiosidad.

Un repentino golpe de agua arrastró a la pequeña de la roca, haciendo que cayera al mar. Durante unos segundos permaneció sumergida. El portador sólo podía escuchar el sonido del agua impactando en las rocas, hasta que por fin el llamativo color del abrigo de la pequeña salió a flote.

— ¡Ayúdame Charles! — Gritaba la niña tragando agua — ¡No sé nadar!

Rápidamente, Charles se tiró al agua para ayudar a la pequeña Rachel, y con poco o ningún esfuerzo la cogió con su enorme brazo derecho. Escaló por las mismas rocas en las que estaban sentados, y se puso en pie sobre la más grande de todas, lo suficientemente alejada del agua como para que otro golpe de mar los arrastrara de nuevo. La niña, aún en brazos de aquel gigante encapuchado, tosía descontroladamente.

— ¡Quieto! — gritó un policía que estaba a unos diez metros de ellos — ¡Deja ahora mismo a la niña!

Charles, inmóvil, se limitó a mirar al agente, que le apuntaba con su arma reglamentaria y parecía asustado por su aspecto. Debió hacer algún movimiento sospechoso, ya que el policía disparó a una de sus piernas, lo que le hizo perder el equilibrio dejando caer a la niña, que se golpeó fuertemente la cabeza contra la roca, muriendo al momento.
El policía, al darse cuenta de lo que había pasado, abrió fuego de nuevo contra Charles, que volviéndose a poner en pie, avanzó corriendo hacia el agente, pese a sus disparos, que iban atravesándole de camino. 

— ¡Quieto! — gritaba el agente ante la inminente llegada del gigante — ¡Monstruo!

Charles agarró la pistola después de que un último disparo le desgarrara la mano. 

— No soy un monstruo — dijo en voz baja — Pero lo seré para ti — susurró presionando la pistola contra la boca del agente hasta que le partió la mandíbula. Los gritos de aquel hombre alimentaban la rabia del portador, y con ambas manos agarró su cabeza, forzando que el cráneo reventase  y dejando caer el cuerpo sin vida del agente.

— Gracias por darme un nombre, Rachel.

viernes, 22 de abril de 2016

Capítulo 6: La Profecía






— Un accidente en cadena en la 308 a su paso por Horsholm, ha dejado un muerto y varios heridos, además de numerosos daños materiales — decía un reportero en televisión — el accidente, deja una mancha en un fin de semana en el que no se había registrado ningún accidente mortal en el país. Varios de los vehículos fueron abandonados inexplicablemente por sus ocupantes, que están siendo atendidos por un equipo de psicólogos.
— No fue discreto, precisamente — dijo Claire apagando el televisor.
— Gracias por acogernos Claire — respondió Adon algo avergonzado — nos iremos lo antes posible.
— Tomaos vuestro tiempo... Estáis en vuestra casa — respondió amablemente antes de mirar hacia Zawa — excepto tu... tú me das un poco de asco, ya me han dicho de dónde vienes...
    Ya había amanecido, y lo único que se le ocurrió al profesor en aquella situación fue acudir a la casa de una vieja amiga que vivía cerca de allí. De hecho fue una de las razones por las que decidió trasladarse a Dinamarca. Pocas personas podían entender a Adon como ella.
— ¿Estás bien? — preguntó Izan a Sara, que miraba atentamente la televisión.
La chica asintió sin más. Intentaba asimilar todo lo ocurrido, buscando una explicación lógica de todo lo que había pasado. Al no obtener la respuesta que esperaba, el muchacho se levantó de la mesa donde estaban sentados y acompañados por Zawa, que aún se resentía de los rasguños y magulladuras producidos la noche anterior. La casa era grande, de madera y con un precioso porche que daba a un patio trasero, en el que Kurt, el joven que había traído de vuelta a Sara, descansaba apoyado en una balaustrada, también de madera, mientras observaba una libreta.
— Gracias por traerla con nosotros — dijo Izan pretendiendo iniciar una conversación.
— De nada.
— Me llamo Izan — Kurt ignoró eso último, evitando mostrar que ya conocía ese dato... Y muchos más — ¿Quiénes sois?, esa chica — dijo señalando a Zawa, a la que se veía a través de una ventana — y tu... ¿de dónde venís?
— Demasiadas preguntas, Izan — respondió Kurt cortante — estamos aquí, de momento. Punto.
— Lo siento tío — añadió Izan en tono conciliador — solo quería agradecértelo.
— De acuerdo, ya dije que no hay de qué. 
— ¿Haciendo nuevos amigos? — Interrumpió Zawa apareciendo tras abrirse la puerta de cristal que daba al porche — puta garrapata — añadió mirando a Kurt.
— Deberíais amarrarla — recomendó el joven — ya habrá tiempo para presentaciones.
— Eres un mierda, ¿lo sabías? — Continuaba Zawa — justo cuando las cosas se ponen feas, aprovechas la mínima oportunidad para apuñalarnos por la espalda... Lo vas a pagar caro. No comprendo cómo han podido confiar en ti.
Ninguno de los presentes añadió nada más, lo que dio lugar a un largo e incómodo silencio que solo rompería Kurt, pasando las páginas de su libreta. 
    La casa estaba situada en una finca a las afueras del pueblo, tenía dos plantas y hasta ella solo se podía llegar a través de un camino sin asfaltar que Izan dudaba que estuviera en algún mapa de carreteras. El resto de la finca era un campo de hierba verde, un paisaje muy común en aquella zona.
— ¿Puedes explicarme qué hacen esos niños en mi casa? — preguntó Claire visiblemente indignada.
— No hubiera venido aquí de haber tenido otra opción, te lo aseguro — respondió Adon, cerrando la puerta de la cocina, donde se habían retirado a hablar a solas.
— No lo digo por ti — Claire cerró los ojos, buscando las palabras adecuadas — esa tal Zawa... Adon te conozco, crees que puedes salvar a todo el mundo, y aunque es una idea preciosa y me encanta, lo cierto es que la realidad es otra, por no hablar del otro.
— Se llama Kurt — aclaró el profesor — sé que miente, de hecho solo he necesitado unas palabras para saber muchas cosas de él...
— Espero que sepas lo que estás haciendo. Decidí apartarme de todo esto por una razón, y ahora que he visto a Izan, creo que algo está cambiando, pero la cautela nunca fue una de tus cualidades.
— Cierto, y eso me ha llevado hasta él — aclaró Adon — y hay algo más.
— Sorpréndeme.
— Alicia está aquí, en Dinamarca.
— Lo sé, estuvimos hablando — dijo Claire sorprendiendo al profesor.
— ¿Sobre qué?
— El Nahm ha aparecido. Es una señal que indica que algo no va bien ahí arriba — dijo señalando al techo con los ojos — y si tomamos en cuenta lo que pasó la última vez, es más que probable que necesitemos unirnos de nuevo.
— ¿Los Kanahm? — Interrumpió Adon, a lo que Claire asintió — si por mí fuera nunca nos habríamos distanciado. Es lo que Gádian ha usado en nuestra contra. ¿Y qué dice Alicia sobre eso?
En ese momento, Momó, el zorro que acompañaba a Alicia el día anterior entró corriendo en la cocina, después de que ésta abriera la puerta.
— Pregúntamelo tú mismo — dijo cerrando la puerta tras de sí.
***
    En una lejana llanura blanca de Groenlandia, el sol apenas asomaba por el horizonte, tiñendo de un color anaranjado la nieve que había en la superficie. Allí estaba Gádian a solas, paseando por el gélido hielo, con los pies descalzos, y mirando hacia el infinito.
— Tres Kanahm reunidos… sí que se lo están tomando en serio — se dijo a sí mismo — Ahora todas las almas pueden nacer en la Tierra, ya hay muchos de los nuestros entre vosotros… ¿Qué haréis cuando sepáis que no hay victoria posible? El Empíreo nos ha abandonado hermanos… 
***

    El fracaso de la agente Nielsen era un secreto a voces en la oficina. Algunos compañeros incluso dudaban que hubiera podido dejar escapar al prisionero, al no poder explicarse que alguien con un expediente impecable como Nielsen cometiera un error de principiante como aquel. El agente Madsen, compañero suyo en numerosas investigaciones, estaba con ella, que en ese momento recogía las cosas de su despacho al haber sido cautelarmente suspendida por el incidente.
— No te martirices — trataba de animar su compañero.
— No lo hago — contestaba sin mirarle — Déjame tranquila Madsen.
— Lo siento — dijo Madsen saliendo del despacho.
Nielsen se arrepintió al momento de cortar a su compañero de aquella forma, mientras miraba la única pertenencia que le quedaba en el escritorio: una fotografía del oficial Gunder Christiansen, el actual jefe de policía, haciéndole entrega de la placa, la misma persona que diez años después se la retiraría. 
— Espera — dijo Nielsen arrepentida.
Su compañero volvió junto a ella y miró también aquella fotografía, enmarcada en un precioso marco de plata.
— El mes que viene hace diez años que soy policía, Madsen — dijo nostálgica — éste trabajo puede ser muy cargante, pero uno no se da cuenta de lo que tiene, hasta que lo pierde.
— Agente Nielsen.
— Ya no soy policía — interrumpió ella — Me llamo Karen.
— Es una medida cautelar, Karen — dijo Madsen tratando de animar — volverás a tu puesto en cuanto se esclarezca el caso, tómatelo como una vacaciones.
— Gracias — agregó Nielsen estrechando su mano.
— No hay de qué, compañera — respondió Klaus Madsen visiblemente emocionado estrechando la suya justo cuando el móvil de Karen comenzaba a sonar.
— Disculpa — dijo ella mirando la pantalla del aparato — es mi hermana, ¿dígame? — contestó.
— Hola Karen, siento molestarte — dijo su cuñado al otro lado del teléfono.
— Hola Eric ¿ha pasado algo?
— Se trata de Sophie… ha perdido el bebé.
— ¿Qué ha pasado? ¿Ella está bien? — dijo Nielsen preocupada.
— No quiere salir del baño, ¿podrías venir? 
— Claro, ahora mismo voy.
Karen cargó la caja en la que había guardado todas sus cosas, y salió a prisa de la comisaría. Afortunadamente su hermana vivía cerca, por lo que bastaron diez minutos en coche para llegar hasta allí.
— Eric, soy yo — dijo llamando a la puerta insistentemente con los nudillos.
Su cuñado abrió la puerta, muy afectado. Después de darle un cariñoso abrazo, Karen acudió al baño, donde su hermana se encontraba. Ella debió notar que había llegado, porque la puerta estaba abierta. Sophie estaba tirada en el suelo, sobre un gran charco de sangre y llorando desconsolada.
— Dios mío — es lo único que se le ocurrió decir a Nielsen — ¡Eric, llama enseguida a emergencias!
— Karen, mi hijo — dijo su hermana con algo que parecía un feto entre sus manos.
Tras insistir mucho, Karen finalmente convenció para envolver en una manta el cadáver de la criatura, mientras aguardaban la ambulancia, que tardaba mucho en llegar.
— ¿Dónde coño están? — dijo Eric desesperado.
— Alcánzame el móvil — ordenó Nielsen enérgicamente y Eric obedeció sin chistar — Madsen, soy yo. Necesito una ambulancia en casa de mi hermana urgentemente.
— Tu hermana ha perdido el bebé, ¿verdad? — adivinaba su ex compañero.
— ¿Cómo lo sabes?
— Le está ocurriendo lo mismo a todas las embarazadas, es una locura, el hospital está desbordado.
— ¿Cómo?, Madsen ¿qué estás diciendo?
— Dicen que puede ser un virus o no sé qué — explicaba atropelladamente — Karen, tengo que dejarte, lo siento — dijo antes de colgar.
Nielsen y Eric decidieron llevarla ellos mismo al hospital. La vida de su hermana no corría peligro, pero era más que conveniente que la viera un médico. Mientras conducía, Nielsen recordó un detalle que pudo ver durante aquel trance al que fue sometida por Adon Beckert durante el interrogatorio, y aunque aquellas imágenes ya estaban difusas en su cabeza, juraría que una de las cosas que pudo ver, fue un mundo en el que no había niños que nacieran. Un mundo en el que los humanos sólo podían morir.

    Todos dormían en casa de Claire, incluso Kurt había sido derrotado hace tiempo por el cansancio y echaba cabezadas de vez en cuando, cuando sus párpados pesaban demasiado. Se acoplaron como pudieron en el salón y descansaban, aunque el sueño de Izan no iba a durar mucho más, ya que Adon se encargó de despertarle con cuidado, sin que nadie más que él se diera cuenta. Con un disimulado gesto, le indicó que le siguiera afuera y ambos salieron silenciosamente de la casa sin hacer el mínimo ruido. 
— Izan, no he tenido tiempo de disculparme — comenzó el profesor — debí ver a tiempo lo que pasó con tu madr…
— Sé que no fue culpa tuya — interrumpió el chico — ahórrate las disculpas.
Con todo lo que había pasado, Izan se olvidó por completo que podía ver y sentir el aura de los demás, y en ese momento vio la de aquel Kanahm tan turbada, que consideró injusto cargarle con más peso sobre sus hombros.
— Sé que hiciste lo que pudiste — dijo tratando de suavizar la tensión — pero dime una cosa: ¿Cómo es el lugar donde está ahora? ¿Estará bien? Necesito saberlo.
— Te garantizo que no hay lugar mejor que donde se encuentra ahora. No puedo decirte cómo es, porque el único de éste mundo que ha estado allí eres tú — respondió Adon decepcionando al joven — tú vienes de allí. Has venido a éste mundo por una razón, y sé que ella en éste momento está observándote y orgullosa de lo que vas a hacer. 
— Ni yo mismo sé lo que voy a hacer, no sé ni qué soy.
— Te voy a contar una cosa que llevo guardándome miles de años, Izan — comenzaba el profesor lo que parecía que sería una larga historia — Hace mucho tiempo, tanto que ni sé contarlo tuve que despedirme de una parte de mí mismo.
— ¿La mujer del cuadro?
— Sí… Naihad, su nombre es Naihad — decía con los ojos vidriosos — antes de irse me hizo prometer que te esperaría. Que un Nahm, el primero en pisar la Tierra necesitaría mi ayuda para reunir a todas las almas de buen corazón. Me dijo que sería peligroso, y lo ha sido; me dijo que desconfiarías de mí, y lo has hecho. Hay tantas cosas que tienes que saber, Izan… déjame enseñarte, te prometo que lo haré lo mejor que pueda, déjame cumplir la promesa que le hice — suplicó Adon arrodillándose.
Izan quedó tan impactado por la reacción de su profesor, que no fue capaz de articular palabra en el momento. Sólo acertó a darle la espalda y mirando la copa de dos árboles cercanos, sintió de nuevo aquella presión en el pecho. Trató de recordar lo que le dijo en aquella ocasión la voz que oyó en sueños: su nombre, su verdadero nombre. Cerró los ojos y trató de recordar sin éxito aquel lugar del que le hablaba Adon.
— ¿Qué debemos hacer? — preguntó sin más, poniéndose en sus manos.
— Los otros Kanahm deben conocerte. Deben saber que has venido.
— ¿Los otros? — Preguntó el chico — ¿no me dijiste que sólo había tres más?
— Claire me obligó a ocultarte la verdad. Siempre hemos sido cincuenta guardianes. Existen cinco divisiones y diez Kanahm por cada división, aunque algunos de ellos decidieron exiliarse. Alicia, Claire y yo pertenecemos a la misma división. 
— ¿Y los demás? — preguntó Izan reavivando su curiosidad por su maestro.
— Te contaré todos los detalles durante nuestro viaje — anunció Adon — ¿me acompañarás?
Unos segundos de silencio eran la evidencia de que el chico realmente quería saber más. Sea lo que fuere la historia que Adon se esforzaba por transmitirle, llegó a la conclusión de que sólo podría saberlo todo y creerlo, siendo testigo. Después de todo, según su profesor, él era clave para que el relato cobrase sentido, por lo que no quedaban muchas opciones.
— Dices que algunos de los Kanahm exiliaron — recordó Izan — ¿cómo piensas convencerles para volver a reunirlos para la causa?
— Sólo necesitarán verte para convencerse de que el día está próximo.
— ¿Y Sara? ¿Estará bien?
— Sara deberá volver con su familia, pero estará vigilada muy de cerca por Claire, debes estar tranquilo, lo que viste ayer en la carretera, no es nada comparado con lo que le he visto hacer a ella…
— Está bien — aceptó — iré contigo.
Los dos se abrieron camino entre los árboles cercanos, siendo observados a lo lejos por Kurt, que estaba en el porche de la casa. Pudo ver cómo una preciosa luz blanca se filtraba entre los árboles y desaparecía como el flash de una cámara fotográfica. Izan y Adon se habían ido.
— Espero de corazón que te replantees tu vida, chico — dijo Claire, que se encontraba en el umbral de la puerta.
— No sabes nada de mí, Kanahm.
— Sé lo suficiente como para decir que Gádian nunca te acercará a la felicidad. Y que él nunca podrá ganar. Tu hermano lo sabe muy bien — al oír la palabra “hermano”, Kurt se irritó bastante, pero no olvidó que estaba tratando con un ser sobrenatural, y no lo mostró — Ahora coge a tu amiga y largo de aquí. Si no os he matado ya, es por deseo de Adon.
Kurt se limitó a mirar los ojos de Claire, sin comprender el motivo por el que les dejaban ir. En ese momento, Momó, el zorrito de Alicia, salió de la casa con un par de botas en la boca. Eran las botas de Zawa, al parecer el animal también quería ver lejos a esos dos. 
— Espero que la próxima vez que nos veamos, hayas aprovechado la oportunidad que te ha dado.
— No volveremos a vernos — respondió Kurt — hoy se ha terminado la vida humana en la Tierra,  ¿no lo has sentido? 
— ¿Cómo dices?
— Digo que el tiempo se acaba, tal como dijo mi maestro. Me dijo que pasaría tarde o temprano — decía mientras se disponía a marcharse — Por cierto, ya que has nombrado a mi hermano, quédatela y verás por qué nunca ayudaré a un Kanahm — dijo el chico tirando al suelo la agenda que le acompañaba a todas partes.
Mientras los dos se alejaban de la casa caminando, Alicia salió para acompañar a Claire y apartó cuidadosamente a Momó, que olisqueaba la agenda que el chico dejó caer, y abriendo el pequeño cuaderno, pudo leer unas palabras que le llamaron la atención.
— ¿Tú sabías esto? — preguntó Alicia.
— Sí.