viernes, 6 de mayo de 2016
Capítulo 8: Pacto
— La directora general de la organización mundial de la salud, ha calificado el suceso como la mayor pandemia de este siglo, según sus propias palabras — decía una reportera en la televisión — miles de médicos y científicos por todo el mundo están trabajando en ello y en sus posibles causas. Por el momento, no ha trascendido ninguna información al respecto. Por otro lado, se han detectado numerosos disturbios en varios puntos urbanos por parte de fanáticos religiosos, que asumen el evento como una señal enviada por Dios para advertir a la humanidad…
Karen Nielsen apagó la televisión de la habitación del hospital, donde aún se encontraba su hermana recuperándose tras una larga noche. En su cara se apreciaba claramente el disgusto de haber perdido su primer hijo, además de los efectos de no haber pegado ojo.
— ¿Por qué la apagas? — dijo en voz baja.
— No necesitas verlo ahora mismo — respondió Karen cogiendo delicadamente la mano de su hermana.
— ¿Qué crees tú? — preguntó Sophie tartamudeando — ¿Será una señal divina?
— No digas tonterías.
— Ya lo hizo una vez ¿no? Con el diluvio universal. Aquella vez ahogó a toda la humanidad… Ésta vez sólo esperará a que el último de nosotros muera.
— Sophie, sabes que yo no creo mucho en éstas cosas, pero ¿realmente crees que Dios está ahí arriba, para vernos envejecer y morir?
— ¿Cómo puede ser un virus? — Dijo su hermana — ¿En todo el mundo al mismo tiempo? Según las noticias, puede ser que no haya una sola mujer embarazada en éste momento en el mundo. Es imposible que sea una pandemia, como dicen…
— Yo tampoco creo que sea una pandemia.
Hubo unos segundos de silencio. Karen siempre había sido abiertamente atea, lo que disgustaba mucho a su familia, y escéptica en todo aquello que no fuera científicamente contrastado, por lo que admitir a medias tintas de una posible intervención divina significaba un cambio tan importante, que Sophie se vio obligada a preguntar.
— ¿Por qué dices eso? — Sophie miraba los ojos de su hermana, convencida de que ocultaba algo.
— He conocido a alguien especial.
— ¿Mi hermana enamorada?
— No es eso.
— Explícate — exigió Sophie.
— Hace unos días interrogué a un sospechoso de asesinato. Al principio parecía un hombre normal y corriente, pero durante uno de los interrogatorios me dio la mano… y vi cosas.
— ¿Cosas? — Preguntó emocionada — ¿Qué cosas?
— Un lugar precioso… lleno de estrellas, un enorme árbol en el centro de un campo precioso de césped. La paz se sentía como te siento a ti ahora mismo. Me dijo que venía de allí, que estaba aquí para proteger la Tierra, como si fuera un ángel — explicaba algo nerviosa por la cara descompuesta de su hermana — Jamás lo hubiera creído… pero lo vi con tanta claridad que decidí confiar en él. Y luego lo confirmé viendo lo que hizo en la carretera.
— ¿Qué hizo?
— Algo…algo increíble, la verdad — dijo sonriendo mientras recordaba el momento — muy difícil de explicar. Espero que algún día puedas conocerle.
— Hermana, ¿estás bien? — Preguntó Sophie preocupada — ¿Has dormido algo? Vete a casa a descansar, Eric no tardará en llegar.
— Estoy bien, y no estoy loca… Hay más como él, y estoy segura de que dentro de muy poco tiempo, todos seremos testigos de lo que pueden hacer.
Después de la noche que pasó con tres Kanahm y aquellos chicos, Kurt decidió tomarse un tiempo libre para pensar. Embarcó en un vuelo hacia Dresde, en la que aún estaba su antigua casa, donde vivía con su familia, hasta que murieron durante un robo violento y decidió marcharse de allí junto a su maestro Gádian. Naturalmente la casa le quedó de herencia, pero nunca la quiso, y desde entonces estaba abandonada. Era la primera vez que pisaba aquella casa desde que decidió marcharse. El jardín sufría los efectos de no haber sido cuidado en mucho tiempo, con altos hierbajos que crecían más de medio metro. Un fugas recuerdo de su madre recortando el césped salió de su memoria como una dolorosa puñalada. Abrió la pequeña puerta de madera decorativa que daba acceso a un caminito de piedra sobre el jardín que llevaba hasta la puerta de la casa, un amplio adosado blanco, con la puerta y ventanas de madera y un gran tejado gris.
— ¿Dónde estaba? — se dijo a sí mismo intentando recordar el escondite secreto de la llave justo antes de recordarlo.
El chico apartó una maceta de barro que había junto al portón del garaje y allí seguía la llave, un poco oxidada pero ajena al tiempo que había pasado desde la última vez que fue usada. Costó algo de trabajo, pero al final la llave funcionó y abrió la puerta. Era increíble el poder que tiene un sentido como el olfato para nuestra memoria, ya que a pesar de haber pasado tanto tiempo, y de no haber sido limpiada o ventilada, aún quedaba una sombra del olor que tanto le gustaba a Kurt de aquella casa. Nunca supo qué era lo que olía de ese modo, pero no lo había sentido en ningún otro lugar.
— Sabía que llegaría éste día — dijo Gádian frente a él, dentro de la casa.
— ¿No puedo tener un poco de intimidad? — respondió Kurt.
— No creo que sea el momento de ponernos sentimentales.
— ¿Quién está sentimental?
— Te haces el duro, chico. Es una reacción totalmente normal, pero recuerda que debemos tener perspectiva… Te has enterado de lo que ha pasado, supongo…
— No se habla de otra cosa… Un mundo en el que no nacen niños… ¿Es el mundo que queremos?
Gádian dejó escapar una sonora carcajada.
— ¿Crees que hemos sido nosotros? — Dijo el gigante quitándose la capucha que tapaba parcialmente su rostro — no llegamos tan lejos, chico… pero desde luego, es una señal. En cualquier caso, es el momento de actuar aprovechando la confusión de la gente. Muchos creen que llega el fin del mundo… ya está todo preparado para la gran revelación.
— ¿Aquí? ¿En Alemania?
Gádian asintió en silencio, mientras el chico le miraba preocupado por sus palabras. Por fin había llegado el momento, ya no había vuelta atrás. El fin del Pacto al que había llegado con su maestro hace años, cuando no era más que un adolescente estaba próximo.
— Nos vamos a Berlín — dijo Gádian orgulloso y eufórico.
El señor Skubbet y su hija Sara se preparaban para salir de casa con destino al instituto, él apuraba su café mientras miraba detenidamente la televisión, en la que daban una noticia de última hora desde Alemania, donde alguien había secuestrado a la presidenta de la república federal, Eleonora Bachmeier, la jefa del estado en aquel momento. Era la primera vez que se hablaba en televisión de otra cosa que no tuviera que ver con la crisis de los embarazos en el mundo.
— El mundo está completamente loco — dijo el señor Skubbet sin apartar la mirada de la televisión.
Su hija simplemente asintió sin prestar atención al aparato.
— Hija, ¿te pasa algo?
— Estoy bien papá — mintió ella — no te preocupes.
— ¿Tiene que ver con tu amigo Izan?
— He dicho que estoy bien.
— Sara, te lo he dicho muchas veces, sabes que puedes contar con tu padre para lo que sea. Has pasado por algo muy duro — el señor Skubbet no sabía nada de que el joven hubiese sobrevivido finalmente, y seguía dando a Izan por muerto — Quédate descansando si quieres, le diré a los profesores que no te encuentras bien.
— Voy a salir antes, he quedado con Rebbeca para ir juntas a clase.
El director no añadió nada más y miró preocupado a su hija que había cogido la mochila y se proponía a salir de la casa justo cuando la televisión llamó la atención de ambos.
— En directo desde Pariser Platz, frente a la puerta de Brandenburgo, donde un encapuchado ha subido a lo alto del monumento con tres rehenes con sendas bolsas en la cabeza — dijo el presentador — Astrid Larsen, cuéntanos — añadió dirigiéndose a la enviada especial a Berlín — ¿se sabe algo de las identidades de los rehenes?
— Buenos días desde Berlín — respondía ella — todo parece indicar que uno de ellos podría ser la presidenta Bachmeier, de la que no se tiene noticia desde la primera hora de la mañana. Aún no han trascendido datos concretos, pero las fuerzas del orden desconocen la identidad del terrorista y de los otros dos rehenes.
En la imagen que se podía ver en la televisión, se apreciaban claramente cuatro figuras en lo alto de la Puerta de Brandenburgo, monumento símbolo de Alemania y su capital. Uno de ellos, el más alto, vestía una túnica negra con capucha, y los tres rehenes tenían la cabeza cubierta con bolsas negras.
— Dios mío — se limitó a decir el señor Skubbet.
— ¿Qué está pasando? — dijo su hija mostrando interés.
— Son terroristas.
En Pariser Platz, se iba concentrando una multitud de curiosos, pese a las indicaciones de la policía que trataba de disolver la concentración. En lo alto del monumento, una quinta persona se sumaba a los otros cuatro, era Kurt. Se podían escuchar los gemidos de los tres rehenes, que clamaban por ser liberados. Él sabía que no ocurriría tal cosa y se situó a la derecha del gigante que los tenía retenidos. Cada vez había más gente en la plaza, además de periodistas que emitían para todo el mundo y un par de helicópteros que hacían seguimiento de cualquier movimiento.
— ¡Buenos días Berlín! — Dijo Gádian en perfecto alemán — Hoy van a ser testigos del renacimiento de este mundo…
Tras decir éstas palabras, retiro la bolsa de la cabeza del primero de los rehenes. Tal como se había vaticinado en televisión, se trataba de Eleanora Bachmeier, presidenta de la república federal alemana. Aunque era muy difícil identificarla debido a la cara amoratada y el cabello rubio alborotado.
— Quítale la mordaza, chico — ordenó Gádian. Kurt obedeció y le retiró el trapo que tenía en el interior de la boca a la señora, lo que le provocó una arcada.
— Por favor… — dijo ella sin añadir nada más.
Entre la multitud que había en la plaza reinaba el silencio, la incredulidad y sobretodo el miedo. Vieron con horror cómo el supuesto terrorista derribaba la cuádriga ornamental de la puerta de una sola patada, haciendo que la escultura de cobre cayera con fuerza al suelo, haciendo que se quebrara con el impacto.
— ¡Déjenme que les presente a nuestros ilustres invitados! — Gritó el gigante descubriendo los rostros de los otros rehenes — ¡Con todos ustedes, el canciller Ewald Traugott, y el vicecanciller Lorenz Neudorf!
Los tres líderes del país se encontraban retenidos por terroristas, y todo parecía indicar que iban a ser ejecutados en directo. Mucha de la gente que había congregada en la plaza decidió marcharse asustada, y los que se quedaron pudieron asistir a un acontecimiento trágico e histórico para el país, y para el mundo entero, pues aquello sólo era el principio.
— Ha llegado el momento — dijo Gádian, lo que Kurt tomó como una orden.
El chico prendió una antorcha y contra todo pronóstico prendió fuego a su maestro, que dejó voluntariamente que el fuego consumiera su cuerpo frente a la multitud. Se podían escuchar algunos gritos entre la gente que miraba horrorizada el espectáculo. Las llamas devoraban rápidamente el cuerpo de Gádian, cuya túnica ya se había desintegrado y la piel se iba deshaciendo pasto del fuego.
— ¡Yo soy vuestro Dios! — Dijo entre las llamas — ¡Vuestro salvador!
Kurt y los tres rehenes miraban cómo se iba consumiendo el cuerpo del gigante, hasta que llegó el momento y se precipitó violentamente contra el suelo, ya casi convertido en cenizas.
— ¡Dios mío! — gritó la presidenta mirando el cuerpo de su captor desparramado en el suelo de la plaza.
— Cállese — ordenó Kurt — Esto aún no ha terminado.
El fuego casi se había extinguido por completo, dejando a Gádian en un estado lamentable. Todos los testigos, tanto los allí presentes como por televisión le vieron morir sin ninguna duda, pero lo que ocurrió después sólo podía significar una cosa: estaban ante un ser que no era de este mundo.
La carne chamuscada del gigante se fue desprendiendo del característico color negro de las quemaduras. Los ojos, que la gente pudo ver reventar en el interior de sus cuencas, se restauraban poco a poco. Las venas y músculos del cuerpo se arremolinaban entorno a él, adhiriéndose de nuevo al gigante. Las cenizas volvían a convertirse en una piel blanca como la leche, y ésta volvía a envolver el cuerpo de Gádian. El cabello, que había desaparecido por completo, volvió poco a poco a salir de su cuero cabelludo. En cuanto sus párpados se hubieron reconstruido, el gigante abrió sus ojos grises, mirando de nuevo a la multitud.
— Soy vuestro líder, no ellos — dijo lo suficientemente alto como para ser escuchado antes de volver a lo alto de la puerta de un solo salto — Hazlo chico.
Kurt obedeció sin mediar palabra, aunque con gesto incómodo. Abrió fuego contra los tres rehenes. Un disparo para cada uno, que los hizo caer inertes contra el suelo ante la gente horrorizada que fue testigo.
— Ellos se creían que estaban por encima de vosotros… Mala idea. Sólo un Dios está por encima de un humano… ¡Yo soy vuestro Dios! Y vosotros seréis mis hijos. — dijo el gigante desde lo alto del monumento, con la misma apariencia que tenía antes de haber sido prendido fuego, aunque desprovisto de ropa.
Entonces una intensa luz blanca brilló desde lo alto del hotel Adlon, situado en la misma plaza frente al monumento donde se encontraba Gádian. Una mujer apareció en el centro de la luz, acompañada de un zorro sobre su hombro. A continuación una segunda luz cegadora hizo aparecer a Claire a su lado, mirando fijamente a Gádian a los ojos, no por primera vez.
— Lo has hecho muy bien Kurt — dijo Gádian — Vete.
Antes de que pudiera obedecer la orden, una ráfaga de disparos impactaron contra el joven, procedentes de las ventanas de los edificios colindantes. Resultaba evidente que podía haber francotiradores observándolo todo desde sus puestos, pero por alguna razón, para no errar el tiro y matar a los rehenes, no habían actuado hasta entonces. Kurt pudo sentir los proyectiles en su interior, quemaban como si estuvieran al rojo vivo. Una segunda ráfaga fue lo que terminó por abatirle. El chico, que era plenamente consciente de lo que había hecho, dirigió sus últimos pensamientos hacia su hermano Viktor, y hacia el Pacto que le puso junto a Gádian, el cual ya estaba cumplido.
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