viernes, 29 de abril de 2016
Capítulo 7: Los Kami
Una fuerza descomunal tiró de Izan, que pudo ver cómo el espacio que le rodeaba se rasgaba como un papel, tornando en una infinidad de luces de distintos colores. Aquella fuerza era tan grande que le impedía moverse, o mirar hacia otro lado. Sólo podía sentir la mano de Adon agarrándole con fuerza mientras las luces iban y venían. Podía también escuchar unas voces que parecían no decir nada claro, como las que se oyen entre una multitud. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso había algo más que su profesor no le hubiese contado?
Tan rápido como vinieron, las luces se fueron, y de pronto se encontraban en un denso bosque en el que muchos de los árboles estaban secos. El silencio era sepulcral, no había animales o movimiento alguno entre las ramas de los habitantes de aquel lugar. Hacía frio, pero soportable con la sudadera que llevaba puesta (prestada por Sara). Izan sentía tantas náuseas que comenzó a vomitar descontroladamente.
— Tranquilo, chico — dijo Adon que parecía no ocurrirle nada — échalo todo. Está bien.
Izan se sentía demasiado mal como para preguntar nada en aquel momento, por lo que se mantuvo sentado durante el tiempo necesario como para que la cabeza dejara de darle vueltas, y sólo entonces, preguntó.
— ¿Qué coño ha sido eso? — susurró.
— Ahora lo verás — respondió su maestro sonriente — ¿Puedes ponerte en pie?
Sin contestar, el chico hizo lo posible por levantarse, y aunque durante unos segundos, el mareo le hacía tambalearse, consiguió mantenerse en pie, y observó a su alrededor. Como había podido comprobar, estaban en un oscuro bosque, pero reparó en un detalle que anteriormente dejó pasar debido al malestar. Una especie de monolito de piedra en el que había tallada lo que parecía una cara humana, o por lo menos lo parecía, ya que la roca estaba muy erosionada y no se veía con nitidez.
— La última vez que estuve aquí — dijo Adon — los habitantes de este lugar solían rezar a los espíritus de la naturaleza. Ése de ahí — continuó señalando el monolito — representa a uno de ellos. Acompáñame, creo recordar el camino.
Izan acumuló preguntas para más tarde, ya que empezaba a conocer la naturaleza misteriosa de su profesor, y decidió seguirle sin más, observando todo lo posible. Observó cómo el aura de Adon era en ese momento casi imperceptible, y en aquel lugar no había nada que emitiera aura alguna, o al menos eso parecía.
— Debería ser aquí — dijo el maestro llegando a un pequeño claro entre los árboles.
— Adon, ¿dónde estamos? — preguntó el chico sin poder esperar las respuestas.
Adon se limitó a señalar una gran montaña que se podía ver desde aquel claro, presidiendo todo el paisaje.
— Ése de ahí es el monte Fuji, chico — Adon seguía señalando la montaña y miró a Izan, que parecía realmente impactado — ¿Lo habías visto en persona alguna vez?
— Pero el Fuji está en…
— En Japón, chico.
— ¿Japón?... no puede ser… ¿cómo?
— Ya llegarán las respuestas, acompáñame.
Izan no podía creer nada de lo que estaba pasando, pero ciertamente había pensado del mismo modo otras veces, y aunque parecía una completa locura, también parecía que aquel extraño hombre sabía muchas cosas, y lo que le habían demostrado los días anteriores, es que en el mundo había más cosas de las que se podían ver o estudiar, como la existencia del aura o las sombras. ¿Por qué no iba a creer a ése Kanahm, después de haberle visto luchar contra las sombras ante sus ojos? Como decía su maestro, ya llegarán las respuestas.
Siguieron caminando por el bosque durante unos minutos, hasta que por alguna razón, Adon se detuvo y advirtió al chico de que hiciera lo mismo.
— ¿Qué pasa? — preguntó Izan mirando el rostro desencajado de su profesor.
Adon observaba impresionado un templo que se escondía entre la vegetación. Parecía que llevara mucho tiempo abandonado, ya que estaba en un estado deplorable. La madera hace tiempo que comenzó a pudrirse, los árboles habían desplazado con sus raíces los cimientos del edificio y daba la impresión de que pudiera derrumbarse en cualquier momento.
— Yo estuve aquí hace mucho tiempo — dijo Adon sin apartar la mirada del edificio.
— Parece abandonado — dijo Izan sin entender muy bien el motivo de la preocupación de Adon.
— Éste fue durante siglos el hogar de dos de los Kanahm más antiguos que conozco. Ella se llama Tsubaki. Es la más antigua de ésta región. Llegó a empatizar tanto con los campesinos de una aldea cercana, que tomó a varios de ellos como aprendices y compartió con ellos su filosofía y creencias. El resultado fue una relación íntima y respetuosa con la naturaleza, que según la Kami Tsubaki, era la madre de todo.
— ¿Qué es un Kami? — preguntó curioso Izan.
— Literalmente sería un espíritu de la naturaleza, como le llamaban sus aprendices. Es el nombre que reciben los Kanahm aquí. Sus aprendices llegaron a amar tanto a los Kami, que hicieron un juramento en el que se comprometieron a proteger este templo y a sus moradores de las continuas guerras del Japón feudal.
— ¿Cuántos Kanahm había en Japón?
— Tres: Tsubaki, Toshiro (su esposo) y Hideki — dijo Adon — de éste último no sabemos mucho, ya que decidió marcharse sin dejar rastro cuando Tsubaki declaró su amor por Toshiro.
— Un señor culebrón — dijo Izan — bien por Hideki.
— ¿Por qué lo dices?
— Mira el estado del templo, sea lo que fuere, hubo algo que no salió nada bien.
— Eso parece — sentenció el profesor — pero si algo me ha enseñado esta larga vida, Izan, es que muchas cosas no son lo que parecen.
Después de decir aquellas palabras, el maestro alzó su mano izquierda y esperó unos segundos.
— ¿Escuchas sus voces? — preguntó Adon cerrando los ojos.
— ¿Voces?
— Cierra los ojos, chico.
Izan obedeció y en el momento en que cerró sus ojos, comenzó a oír las voces de varias personas. Risas de niños jugando y corriendo, ruidos de gente labrando la tierra, otros hablaban… ¿De dónde venía el sonido, si en aquel bosque estaban solos? Fue al hacerse aquella pregunta cuando el chaval abrió de nuevo los ojos y no pudo creer lo que vio. Se encontraban en una pequeña aldea, en la que al fondo se podía divisar el majestuoso templo, perfectamente conservado. Los pájaros cantaban, no hacía ni frío ni calor. Varios niños correteaban de un lado a otro, y una preciosa mujer con el cabello lacio y negro y ataviada con un precioso kimono blanco se dirigía hacia ellos.
— Nunca fue fácil engañarte, Adon — dijo la mujer extendiendo su puño derecho hacia el profesor.
— Tsubaki — saludó él chocando su puño con el de ella y sonriendo — No recordaba tu rostro. Te presento a Izan, Izan, ella es Tsubaki.
La Kami le ofreció el puño al chico, y él hizo lo mismo que su maestro. Al primer contacto con el puño de Izan, Tsubaki hizo un gesto similar al de la sorpresa e Izan observó cómo el aura blanca de la mujer brillaba con fuerza mientras fijaba sus ojos negros en los suyos.
— Ahora entiendo el motivo de tu visita, Adon.
— ¿Recuerdas las palabras de Naihad? — Dijo Adon emocionado — Tenía razón. Ellos nunca nos abandonaron. Nos han enviado a uno de sus guardianes.
— Entiendo tu entusiasmo, hermano — replicaba ella — pero hemos de tener muy presente el pasado. No es la primera vez que recibimos éste tipo de señales.
— Pero…
— Toshiro nos está esperando — interrumpió Tsubaki — Me interesaría conocer su opinión.
— A todos nos interesaría — zanjó Adon.
— Seguidme.
Los tres recorrieron la aldea, que rezumaba alegría y paz por cada rincón. Izan se fijó especialmente en un grupo de personas que parecía que asistían a unas clases de meditación. Estaban sentados en la posición de loto y un viejo maestro, que estaba sentado igualmente frente a ellos, recitaba mantras budistas que luego ellos repetían al unísono. Se dirigían a la puerta del templo, situada al final de un pequeño puente de madera que había sobre un arroyo que regaba la aldea. Dos guardias ataviados como samuráis guardaban celosamente la entrada.
— Tsubaki sama — saludaron haciendo una pequeña reverencia antes de abrir la puerta — Okaerinasai.
— ¿Qué han dicho? — preguntó Izan susurrando.
— Le dan la bienvenida — explicaba el profesor — utilizan el sufijo sama en señal de respeto.
El templo por dentro no decepcionaba. La madera de su estructura estaba barnizada, lo que le daba a la misma un color ocre precioso. El interior estaba iluminado con lámparas de aceite y aunque el suelo crujía con cada paso, parecía mucho más resistente que muchos de otras partes del mundo. Parecía como si en aquella aldea, así como en el interior del templo, se hubiese congelado el tiempo desde la era feudal.
Tsubaki se detuvo frente a una puerta fabricada con un papel exquisito, que filtraba la silueta de un hombre alto, al parecer también vestido con un kimono. Poco a poco abrió la puerta corredera y se dejó ver.
— Adon — saludó — encantado de recibirte de nuevo en nuestra casa después de tanto tiempo… y no vienes sólo… Dime, ¿quién es el chico?
— Mi nombre es Izan, señor.
— Ése no es tu verdadero nombre, ¿me equivoco?
Izan miró confundido a su maestro, que le devolvió la mirada y le asintió con la cabeza.
— ¿A qué se refiere? Es el nombre que me pusieron mis padres.
— ¿Crees que siempre te has llamado así? — Respondió misterioso — Acércate a mí, Izan.
El chico obedeció y se situó frente al Kami, que le impuso las manos sobre la cabeza, y cerró los ojos mientras Izan sentía poco a poco el calor de sus manos. De repente empezó a sentir un dolor punzante en el pecho y sin saber por qué, llegó a la conclusión de que no era en aquel momento cuando le dolió el pecho. Tampoco cuando murió su madre. Aquel dolor era un recuerdo. Volvió a ver aquel árbol azulado y gigante entre puntitos de luz, pero eso sólo era una ínfima parte del mundo del que venía. Casi entendía lo que representaba aquel árbol, de algún modo, aquel era el lugar donde los espíritus aguardaban su turno para venir al mundo. Pero estaba vacío. Las grandes hojas azules se marchitaban, y en aquel momento supo que aquello era un oscuro mensaje que caía sobre el mundo. Una voz femenina, la misma que pudo oír aquella vez antes de despertar en la morgue de un hospital, le llamaba por su nombre: Nélion.
— Ahora ya sabes tu nombre, chico — dijo el Kami quitando sus manos de la cabeza de Izan — tu verdadero nombre.
Muy lejos de aquel lugar, Gádian estaba sumergido en la música que emitía un vieho gramófono que había sobre un escritorio de madera en su cámara de la Cuna. Con los ojos cerrados sentía cada nota del réquiem de Mozart. Ciertamente, era la única pieza que conseguía relajarle. El disco debía ser muy viejo, por los continuos chasquidos que producía la aguja en contacto con el vinilo dándole al ambiente un encanto especial. Toda la tranquilidad fue truncada por uno de sus acólitos que llamaba a la puerta con insistencia.
— ¡Señor! — se podía escuchar tras la gruesa puerta de madera.
— Adelante — dijo Gádian asqueado por perder aquellos minutos de paz.
El sirviente entró atropelladamente en la cámara para dar una mala noticia.
— Uno de los portadores ha escapado — anunció — Cooper lo descubrió haciendo el recuento diario.
— Escucha un momento la música — dijo inesperadamente mientras subía el volumen — ¿Cómo un simple humano logró representar tantas emociones usando sólo el sonido? Ésta melodía te lleva inevitablemente hacia la muerte, es la más lograda de sus representaciones. ¿Será esto lo que uno siente al morir?
Gádian se quedó unos segundos mirando el fuego de su chimenea, tranquilo y sin mostrar signos de haberse sorprendido por la noticia. Al ver que su acólito no entendía sus palabras, prosiguió a contestarle para que se fuera cuanto antes, y le dejara de nuevo en su remanso de paz.
— Ése portador lleva mucho tiempo fuera de la Cuna — respondió — Él mismo me pidió que le dejara libre, y pedí un transporte para él… ahora debería estar muy lejos de aquí.
— Pero cada uno de ellos no puede vivir más de cinco días sin la medicación.
— Ya decidieron por él una vez al no permitirle nacer entre los mortales. ¿Quién soy yo para negarle de nuevo la vida que quiera vivir?
— La producción de esos cuerpos ha costado millones — advirtió el sirviente — muchos de nuestros benefactores retirarían su apoyo de saber esto.
— ¿Me estás cuestionando?
Esas fueron las últimas palabras de la conversación. El acólito se fue por donde vino, y Gádian volvió a mirar el fuego, mientras el réquiem seguía ambientando la sala.
Como dijo Gádian, aquel portador que decidió desertar se encontraba muy lejos de allí, caminando por una playa de arena muy fina, observando cómo rompían las olas sobre unas rocas cercanas donde había un pequeño saliente donde habitualmente habría pescadores, pero como en aquel momento no había nadie, decidió ir hasta allí y sentarse en el borde de una de las rocas, para mirar y sentir el mar desde más cerca. Llevaba puesto una especie de capa con capucha, para evitar que la gente pudiera verle la cara, aquella cara andrógina que Kurt vio aquel día cuando los portadores aún estaban en sus sarcófagos. Llevaba más de dos horas sentado sin inmutarse mirando el agua, cuando una niña de unos once años se le acercó por la espalda.
— Hola — dijo la pequeña — me llamo Rachel, ¿y tú?
— Nada — respondió el portador con una voz que sería muy difícil identificar como de hombre o mujer.
— ¿Cómo que nada? — Respondió — Tendrás un nombre…
— ¿Un nombre? — repitió pensativo mientras seguís sentado en las rocas mirando el agua romper contra ellas — Yo no tengo nombre.
— Pues qué malos eran tus papás… todo el mundo tiene uno.
— ¿Mis papás?
— Sí, son muy malos — dijo la niña avanzando por las rocas y sentándose junto al portador — ¿Eres un monstruo?
— ¿Por qué dices eso?
— No sé… eres muy grande — dijo ella mirando la increíble estatura del ser que tenía ante ella, que fácilmente superaba los dos metros — además, no tienes nombre. Los monstruos tampoco lo tienen. ¡Ya lo tengo! — dijo de pronto.
— ¿Qué ocurre, niña?
— Yo te pondré un nombre, ¿te parece? — Dijo antes de ponerse a pensar en uno — Emm… no sé… ¿Qué tal Charles? ¡Como mi abuelito!
— ¿Charles? — repitió el portador mirando por primera vez a la niña, de intensos ojos azules que llevaba puesto un grueso abrigo rosa de plumas.
— Mis papás también son muy malos, Charles. Por eso me he escapado de casa. No quiero volver nunca.
— ¿Y eso por qué? — preguntó “Charles” con algo de curiosidad.
Un repentino golpe de agua arrastró a la pequeña de la roca, haciendo que cayera al mar. Durante unos segundos permaneció sumergida. El portador sólo podía escuchar el sonido del agua impactando en las rocas, hasta que por fin el llamativo color del abrigo de la pequeña salió a flote.
— ¡Ayúdame Charles! — Gritaba la niña tragando agua — ¡No sé nadar!
Rápidamente, Charles se tiró al agua para ayudar a la pequeña Rachel, y con poco o ningún esfuerzo la cogió con su enorme brazo derecho. Escaló por las mismas rocas en las que estaban sentados, y se puso en pie sobre la más grande de todas, lo suficientemente alejada del agua como para que otro golpe de mar los arrastrara de nuevo. La niña, aún en brazos de aquel gigante encapuchado, tosía descontroladamente.
— ¡Quieto! — gritó un policía que estaba a unos diez metros de ellos — ¡Deja ahora mismo a la niña!
Charles, inmóvil, se limitó a mirar al agente, que le apuntaba con su arma reglamentaria y parecía asustado por su aspecto. Debió hacer algún movimiento sospechoso, ya que el policía disparó a una de sus piernas, lo que le hizo perder el equilibrio dejando caer a la niña, que se golpeó fuertemente la cabeza contra la roca, muriendo al momento.
El policía, al darse cuenta de lo que había pasado, abrió fuego de nuevo contra Charles, que volviéndose a poner en pie, avanzó corriendo hacia el agente, pese a sus disparos, que iban atravesándole de camino.
— ¡Quieto! — gritaba el agente ante la inminente llegada del gigante — ¡Monstruo!
Charles agarró la pistola después de que un último disparo le desgarrara la mano.
— No soy un monstruo — dijo en voz baja — Pero lo seré para ti — susurró presionando la pistola contra la boca del agente hasta que le partió la mandíbula. Los gritos de aquel hombre alimentaban la rabia del portador, y con ambas manos agarró su cabeza, forzando que el cráneo reventase y dejando caer el cuerpo sin vida del agente.
— Gracias por darme un nombre, Rachel.
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