Kurt vagaba por la calle, en una fría y cerrada noche, por la ciudad de Dresde, su hogar. Tenía el pelo algo más corto en esa época, cuando aún se consideraba como los demás. Llego hasta un puente metálico que cruzaba un río poco caudaloso, pero que hipnotizaba con su corriente. Y durante varias horas, el chico se quedó observándolo, apoyado sobre la barandilla.
— ¿Qué haces aquí? — dijo un chico a su espalda.
Kurt se dio la vuelta para contestar. Allí estaba Viktor, su hermano gemelo. Ambos parecían dos gotas de agua, salvo por su ropa y el corte de pelo. Kurt siempre vestía de negro o colores oscuros, y acostumbraba a llevar el pelo largo y accesorios como una pequeña cadena en el pantalón. Nada que ver con Viktor, con el cabello más corto y socialmente formal. Solía llevar sudaderas con capucha y vaqueros.
— Déjame tranquilo Viktor — respondió finalmente.
— Mamá está muy preocupada. Nunca os había visto así — insistía su hermano — ¿En qué andas metido?
— He dicho que me dejes tranquilo.
— ¿Cuándo piensas volver a casa? — preguntó Viktor, que ya pensaba irse.
— Hoy será la última vez que nos veamos. No voy a volver Viktor — sentenció Kurt sin añadir nada más, hasta que su hermano, con mucho esfuerzo, contestó.
— Te echaré de menos — se despidió Viktor, reprimiendo sus lágrimas y emprendiendo el camino de vuelta a casa, la noche que vio a su hermano por última vez.
— No debes sentirte culpable, chico. — dijo una voz amenazante junto a Kurt.
— Lo sé — respondió tranquilo el joven.
— Proteger a los tuyos es muy loable, aunque con lo que está por venir, todos deberán posicionarse en un bando — explicaba un misterioso hombre encapuchado, que media más de dos metros junto a Kurt — los que, como tú, han elegido uno tan pronto, tendréis vuestra recompensa.
— ¿Qué pasa si cuando llegue esa recompensa ya no queda nada? — reflexionó Kurt.
— Que los que queden, crearán un nuevo mundo. Más justo.
Kurt echó la vista al cielo estrellado y suspiró profundamente.
— Ya no hay vuelta atrás ¿verdad?
— ¿Notas cómo cambia el cielo? — dijo aquel hombre mirando hacia arriba — Ya se acerca el momento.
Un sonido fuerte y metálico sobresaltó al chico, despertándole y dejándole en la cama sentado, recordando aquel sueño tan real, en el que pudo volver a ver a su hermano. Se arrepentía enormemente por no haber intercambiado más palabras con Viktor aquel día, el día en que le arrebataron a la única persona que había amado. Aquellos pensamientos no iban a durar mucho, pues la causa de aquel ruido metálico fue Chris, que había entrado en la habitación habilitada para Kurt en la Cuna. La Cuna también estaba pensada como un búnker, por lo que todas las habitaciones tenían puertas blindadas, que sólo se abrían accionando una rueda que tenían en el medio.
— ¿Es que nunca me voy a librar de ti? — saludó Kurt, ante lo que Chris respondió con una sonrisa.
— He venido a despedirme, ingrato — dijo ella sentándose junto a él.
— Vale, pues adiós.
— ¿No me vas a preguntar por qué?
—No era mi intención — respondió el chico — pero bueno ya que insistes, dime.
Chris se acomodó cruzando las piernas ante la impasible mirada de su compañero, que lo que deseaba era que la chica terminara de hablar y se fuera por donde vino. Por lo menos hasta que ella empezó a hablar.
— Me han dicho que conoces a Gádian — aclaró la chica.
— Así es.
— ¿Por qué no lo dijiste antes?
— ¿Vienes a despedirte porque conozco a Gádian?
— Tienes razón — dijo tras una breve carcajada — vamos por partes, ¿sabes qué es Gádian?
— ¿Cómo dices?
— ¿Qué sabes de los Errantes? — preguntó por fin ella.
Kurt se quedó unos segundos en silencio, pensando en aquella pregunta.
— ¿Soldados que tiene el Empíreo en la Tierra? — preguntó después Kurt — eso son cuentos de viejas, tradiciones y leyendas.
Chris negó con la cabeza sonriendo y sacó dos fotografías que mostraban a un hombre de mediana edad que llevaba en el bolsillo, una de ellas en blanco y negro, ofreciéndoselas al joven.
— ¿Quién es? — preguntó Kurt mirando ambas imágenes.
— Según me han dicho dos de los acólitos de Gádian — explicaba la muchacha — el consejo de los doce han recabado la suficiente información, como para considerarle un Kanahm. Éstas fotos fueron tomadas con setenta años de diferencia — dijo quitándoselas de las manos, y mostrando la que estaba en blanco y negro — año mil novecientos treinta y siete, durante la guerra civil española. Tomaron esta foto unos soldados republicanos cuando creyeron encontrar a un espía fascista en las montañas.
— ¿Y la otra? — preguntó el chico.
— Está extraída de un vídeo colgado en internet, es del año dos mil cuatro, en Tailandia, tras un tsunami que causó miles de muertos. El hombre de la foto es un voluntario. Pero eso no es lo importante — matizó Chris — si te fijas bien, parecen la misma persona.
— Podría no ser la misma persona y solo parecerse — opinó Kurt.
— Por eso me envía nuestro Señor — aclaró Chris ilusionada — él también es uno de ellos, quiere reunirse con él. Creo que se conocen de antes, o al menos eso creen sus acólitos.
— ¿Qué se sabe sobre este hombre? — preguntó señalando la foto — ¿Cómo vas a dar con él sí solo tienes dos fotos?
— Dos fotos y un nombre — zanjó ella — Beckert.
No era la primera vez que Kurt escuchaba ese nombre. Recordó que el hombre que dejó aquel mensaje en el contestador de la casa del dueño del maletín, también se refirió a él. Desde luego eso no probaba nada acerca de la naturaleza del tal Beckert, pero si dejaba bastante claro que el mencionado tenía algo que ver con la revolución, para bien o para mal. Al oír ese nombre, el chico tomó la decisión de acompañar a Chris.
En ese momento un hombre y una mujer, de unos treinta y pocos años y pelirrojos, entraron en la habitación. Ella tenía el pelo recogido en una apretada coleta y él ocultaba algunas cicatrices que tenía en la cara tras un alborotado cabello.
— Kurt, te presento a Cole y Zawa – dijo Chris sonriendo – ellos son los que me han dado la información y nos acompañarán a Dinamarca.
Una vieja lámpara de latón colgaba del techo, balanceándose levemente. Era la única fuente de luz de la sala, de unos veinte metros cuadrados, en la que había un gran espejo que cubría casi por completo una de las cuatro paredes. Solo había una mesa de madera y dos sillas, una frente a otra. En una de ellas se encontraba Adon, que esperaba una nueva visita de la mujer que le estaba interrogando.
— Tengo sed — dijo con la voz premeditadamente apagada, comprobando que las cámaras y micrófonos seguían encendidos.
A los pocos segundos, la puerta metálica que había junto al espejo se abrió. La agente Nielsen, una atractiva policía rubia de unos treinta y ocho años, entró con un vaso de agua. Sus grandes gafas negras de pasta estaban en la mesa, justo donde las había dejado media hora atrás. Llevaba horas interrogando al profesor y no había obtenido ningún resultado.
— ¿Qué me dice? — preguntó ella — ¿Se lo ha pensado mejor?
— Ya le he dicho la verdad — aclaró Adon, aceptando el vaso de agua — si no cree mis palabras, haga que apaguen las cámaras, y se lo mostraré.
— Ya le he dicho que no puedo apagarlas — recordó la mujer ya cansada — lo que tenga que decir, lo puede decir con las cámaras encendidas. Las grabaciones solo las vemos nosotros y en su caso, un juez.
— Lo sé, pero si no las apaga, mucho me temo que quedarán inservibles — añadió Beckert — luego no diga que no de lo advertí — dijo extendiendo las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba.
La agente Nielsen, se sentó en la silla frente a él, mirándole a los ojos.
— Deme sus manos, si quiere saber la verdad — sugirió con una apacible sonrisa.
Un compañero de Nielsen trataba de disuadirla, hablándole por un pinganillo que tenía la agente en la oreja izquierda, recomendándole que no le diera las manos al criminal. Pero algo había en la mirada del señor Beckert, que le tranquilizaba y decía que no iba a pasar nada malo. Ambos se dieron las manos y cerraron los ojos. Lo que ocurrió después, fue indescriptible para Nielsen.
— Está viendo el lugar de donde provengo — aclaró Adon sin que Nielsen pudiera abrir los ojos — tal como lo ve es como era hace trece mil trescientos nueve años de la Tierra, cuando fui enviado aquí.
La agente, aún con los ojos cerrados, miraba con la cabeza a todos los lados, como si estuviera jugando con una consola de realidad virtual. Maravillada e impresionada. Sus compañeros pensaron que el profesor le estaba haciendo daño, y aporreaban la puerta junto al espejo, que estaba misteriosamente atrancada.
— Tranquila, agente, ahora verá lo sucedido en esa casa, tal y como lo vieron mis ojos — explicó Adon.
Nielsen seguía alucinando con el realismo que parecía sentir sobre lo que le mostraba el prisionero, y permaneció atenta en todo momento, hasta que comprobó lo que Adon llevaba horas diciéndole. Que sólo intentó salvar la vida de aquella mujer.
— Suficiente — sentenció Adon al ver el agotamiento físico y mental de la agente de policía.
La mujer abrió los ojos emocionada mientras los agentes que había tras el espejo, seguían forzando la puerta, que cedió en ese momento provocando la vergonzosa caída de uno de ellos.
— Estoy bien chicos — aclaró Nielsen mirando fijamente al profesor a los ojos — ¿ha quedado grabada la conversación?
—No detective — respondió uno de ellos, aun agitado por el esfuerzo de golpear la puerta — las cámaras dejaron de funcionar hace diez minutos.
Nielsen dirigió de nuevo sus ojos azules hacia el profesor. Una gota de sudor resbalaba por su frente, aquel momento había sido tan surrealista que no encontraba palabras para dejar zanjado el asunto.
— Entiendo — mintió — el prisionero pasará a disposición judicial, ya que el delito del que se le acusa es de asesinato, estará en prisión provisional hasta la celebración del juicio.
— Comprendo — aceptó Adon.
Nielsen asintió con la cabeza mirando a sus compañeros, confirmando la orden de llevarse al prisionero de allí hacia los calabozos. La detective había afrontado casos muy difíciles a lo largo de su carrera, pero aquello fue demasiado impresionante como para ser considerado una mera anécdota de trabajo. Se volvió a sentar en la silla, echándose las manos a la cabeza, mientras Adon era conducido esposado a otra sala.
— ¿Qué demonios ha sido eso? — preguntó su colega, que aún permanecía con ella en la sala de interrogatorios.
— No lo sé — respondió Nielsen resignada — está rematadamente loco, le seguí el juego para ver si confesaba.
— Este trabajo no está pagado — bromeó su compañero — ¿quieres que te traiga algo? ¿Un vaso de agua?
— Estoy bien, tranquilo.
En verdad, la agente Nielsen si tuvo una extraña experiencia con aquel profesor "loco", pero por alguna razón, se guardó el secreto hasta que llegara el momento adecuado, puesto que admitir un desvarío de aquella magnitud, le haría perder credibilidad ante el cuerpo de policía e incluso podrían apartarle del caso.
Una voz femenina, clara y retumbante repetía sin cesar el nombre de Izan, que se hallaba perdido en su propia mente. Tenía los ojos cerrados, pero aun así se podía ver a sí mismo flotando en un espacio oscuro. No entendía cómo, pero la verdad es que ahí estaba. No podía respirar, aunque tampoco lo necesitaba. No sentía ni frío ni calor, parecía como que los cinco sentidos habían perdido toda su razón y utilidad en el lugar donde se encontraba. Aquella dulce voz volvió a repetir su nombre ante la sorpresa del chico, que se asombró al reconocer como propio ese nombre que la chica pronunciaba. No era “Izan” lo que ella decía. Era una palabra que aunque quisiera, el joven no sería capaz de reproducir con su voz.
— ¿Quién habla? – preguntó Izan sin mirar a ninguna dirección en concreto, pues aquella voz parecía surgir de su interior.
Una especie de imagen comenzó a surgir cerca del muchacho, sin que pudiera percibirla a un lado o a otro, simplemente la veía “cerca”. Su apariencia le recordaba a la del aura de una persona, pero sin una forma tan definida. Asimismo el color era indescriptible, un color que sólo había percibido una vez y que su cerebro le obligaba a identificarlo como un azul intenso. De nuevo aquella voz pronunció ese nombre, al tiempo que la forma palpitaba.
— ¿Quién eres? – preguntó el chico, experimentando una tranquilidad incomparable.
— Eso es irrelevante – respondió aquella voz en su cabeza – tú eres quien eres, pero aún no lo sabes, y así debe ser.
Izan estaba confundido, pero a la vez aquella voz le resultaba tan familiar que sintió que de verdad aquella pregunta no tenía ningún sentido. De nuevo su cerebro, luchando por ordenar toda la información de aquel entorno, creó en su cabeza el rostro de una mujer con unos ojos luminosos, del mismo color azul.
— ¿Qué es éste sitio?
— Tranquilo, llegarán las respuestas – dijo aquella mujer – ahora despierta y cumple tu cometido.
— ¿Qué cometido? – gritaba el chico mientras todas las imágenes de aquel lugar se desintegraban en un montón de puntos luminosos, acompañados de un ruido ensordecedor.
Izan despertó en un lugar oscuro y frío, muy frío. Estaba sin ropa y recostado en una especie de camilla metálica. El habitáculo en el que estaba no era mayor que un ataúd. Poco a poco empezó a recordar lo que había pasado y a ponerse muy nervioso.
— ¿Hola? – dijo en voz alta sin obtener respuesta.
Izan golpeó las paredes de aluminio con fuerza, con la intención de llamar la atención de cualquier persona que estuviera por allí. Sus golpes eran cada vez más fuertes y acompañados de gritos de ayuda, hasta que pudo escuchar a una mujer gritar.
— ¡Estoy aquí! – gritaba de nuevo — ¡Aquí! ¡Por favor!
El frío era insoportable, como en un frigorífico. Izan escuchó como una mujer gritaba muy cerca, y empezó a brillar su aura con fuerza, provocando que una especie de trampilla que había a sus pies se abriese dando un fuerte golpe contra el suelo. Con cierta dificultad logró salir de ahí, comprobando que se encontraba en una morgue. Una mujer, probablemente celadora del centro estaba sentada en el suelo y aterrorizada al ver que uno de los cadáveres había escapado del nicho.
— ¿Dónde estoy? – preguntó Izan muy aturdido y desorientado.
— ¡Ayuda! – gritaba la mujer ignorando las palabras del joven — ¡Socorro!
— Por favor, no te voy a hacer daño – insistió asustando aún más a la celadora, que había tapado su rostro con las manos.
La mujer estaba al borde del desmayo cuando entró un compañero suyo atropelladamente y dándose un golpe con la puerta corredera que daba acceso al depósito de cadáveres.
— ¿Qué ocurre? – preguntó alarmado frotándose la zona del brazo afectada por el golpe.
La celadora no podía articular palabra alguna y se limitó a señalar a Izan con la mano temblorosa. Al ver al chico de pie junto a la cámara frigorífica se quedó bloqueado por un tiempo, pero al fin reaccionó.
— Joder – se limitó a exclamar antes de coger un walkie—talkie – atención por favor, necesitamos un médico en el depósito tres.
— ¿Identificación? – contestó una voz.
— ¡Envíen un puto médico ya! – gritó él — ¡uno de los muertos no lo estaba!
— Ahora mismo – se oyó por fin.
— Tranquilo, chico – dijo mientras cogía una especie de sábana de un armario y le cubría con ella antes de mirar a su compañera.
— ¿Dónde te regalaron el título? ¿No sabías que esto podía pasar?
La celadora comenzó a llorar más por el susto que por cualquier otra cosa, aunque en verdad se sentía estúpida por no haber reaccionado de otra manera. Sentaron a Izan en una silla de ruedas, mientras el agarraba una sábana que le facilitaron con fuerza para disminuir el frío justo cuando llegó una doctora y un enfermero.
— Dios mío – dijo ella mirando el color azulado del joven — ¿cuánto tiempo ha estado ahí?
— Desde ayer por la noche – aclaro aún nerviosa la celadora.
— ¿Cómo es posible algo así? – se extrañó el enfermero extendiendo una sábana que parecía estar hecha de papel de aluminio sobre Izan.
— No lo sé – respondía ella examinándole – necesito su historial y su informe de ingreso – dijo mientras se dirigía al chico – soy la doctora Herrera, no te preocupes, te pondrás bien.
Se habían decretado tres días de luto oficial en el pueblo, normalmente muy tranquilo. Nadie tenía recuerdos de alguna otra vez en la que el municipio hubiese salido en las noticias, pero el asesinato de un chico y su madre a manos de su profesor de filosofía era demasiado jugoso para la televisión, y durante toda la semana hubo un despliegue de medios sin precedentes en el pueblo danés, sobretodo en el entorno de Izan. En el instituto la constante oleada de periodistas que solicitaban algo de información ante aquel macabro suceso que les tenía conmocionados a todos, había provocado ya alguna pelea, además de alguna cámara rota. Sara se apoyó en su grupo de amigas, que no le dejaban quedarse en casa sabiendo lo importante que era Izan para ella. Estaban saliendo del instituto y alguna de ellas ya había sugerido la posibilidad de ir al cine, cosa que a la chica no le apetecía en absoluto, pero hizo un trato con ellas y debía mantener su palabra.
— Lo dicho Sara — decía Helen, su mejor amiga — dejas las cosas en casa, te arreglas un poco y te esperamos en la plaza.
— Allí estaré — se limitó a decir poniendo rumbo a su casa.
El director Skubbet miraba a su hija desde la puerta del centro. Se sentía culpable por haber contratado como nuevo profesor a quien luego cometiera aquella atrocidad, haciendo tanto daño a Sara, pero ¿cómo iba a saber él lo que iba a pasar? Lo cierto es que nunca iba a saber que aquella decisión había sido mucho más trascendental que todo aquello.
Sara mientras tanto, caminaba sola y cuando salió del recinto se topó con un chico que le hizo tropezar escurriéndosele la carpeta que llevaba en las manos, con todos los papeles que había.
— Perdón — se disculpó él — ¿Te has hecho daño?
— No pasa nada.
— No soy de aquí, pero me he enterado de lo que ha pasado, lo siento mucho — dijo el chico mientras ayudaba a recoger los papeles que cayeron de la carpeta.
— Gracias.
— Me crié en un pueblo pequeño y sé lo cercanos que son los compañeros de instituto, para mí eran como hermanos.
— Para mí él era mucho más — sentenció la chica terminando de recoger e incorporándose para seguir su camino.
— Lo siento, no dejo de meter la pata — dijo el chico apartándose su largo pelo hacia una oreja y ofreciéndole los papeles que cogió del suelo — por cierto me llamo Kurt.
— Gracias Kurt — dijo Sara alejándose ya de él.
Kurt se quedó un buen rato observándola caminar hasta que dobló una esquina y se perdió de vista, entonces fue cuando sacó el teléfono móvil de uno de sus bolsillos y llamó por teléfono.
— Soy Kurt — saludó — hicimos bien en venir primero al instituto. Debes mantenerte cerca de Sara Skubbet, creo que es la hija del director, y novia del chaval que ha muerto. Aprovecha el momento idóneo, cuando ya confíe en ti, y no hagas ninguna locura.
Kurt pudo leer el nombre de la chica en varios de los papeles que le ayudó a recoger del suelo. Desde ese momento, la misión de Chris era no despegarse de la muchacha, puede que fuera importante, y si finalmente no lo era, al menos se mantendría lejos de Kurt, que no aguantaba más de media hora la presencia de la chica.
Adon esperaba paciente en su calabozo a que llegaran los funcionarios que le trasladarían a prisión provisional. Compartía su reclusión con un hombre enorme acusado de robo con violencia, que curiosamente no había dicho ni una palabra desde la llegada del profesor. Era difícil saber la hora que era puesto que no había ventanas al exterior y aquel espacio estaba permanentemente iluminado. La misma agente Nielsen fue la encargada de trasladar a Adon al furgón policial, o eso parecía, porque en ese momento atravesaba la puerta acompañada por dos agentes más. El profesor sabía perfectamente el motivo que trajo a Nielsen de nuevo hasta él, y se levantó de la silla en la que estaba sentado, acercándose a la puerta de la celda.
— Dejadme a solas con él un momento — pidió la agente a sus compañeros, que salieron de inmediato — Señor Beckert, sabe a lo que he venido, ¿verdad?
Adon asintió con la cabeza.
— Sabrá también que perderé mi puesto, que me condenarán como cómplice y que nunca podré volver a ser policía, ¿verdad?
Adon asintió de nuevo antes de responder.
— Te podrán privar de muchas cosas — dijo — pero te he mostrado quién soy y a qué he venido. Te he enseñado algo por lo que merece la pena luchar.
— ¿Y si fracasas? — respondió ella.
— De todos nuestros actos en la tierra, quedan restos en la eternidad, como un eco que más adelante nos recordará a nosotros y al resto del mundo quiénes somos y lo que hicimos. No fracasaré, no fracasarás.
Dicho esto, Nielsen sacó una tarjeta con la que abrió la puerta de la celda, que tenía una cerradura electrónica. Al salir, Adon le quitó el arma reglamentaria a Nielsen y la cogió por el cuello, apuntándola a la sien.
— Puede que te retiren la placa por eso, pero no te encarcelarán — le dijo al oído mientras cerraba la puerta de la celda con un pie dejando al ladrón dentro, que con el nivel de droga que había en su sangre no se había enterado de nada — Abre la puerta y finge que todo es cosa mía.
La agente asintió asustada y sin moverse mientras Adon dio una patada a la puerta, que se abrió dando un fuerte golpe en la pared de azulejos. Todos los agentes que había en el vestíbulo de la comisaría apuntaron con su arma al fugitivo y su rehén.
— ¡No disparéis! — gritó uno de ellos — ¡Tiene a Nielsen!
— Dame las llaves del coche — ordenó Adon.
El policía obedeció al instante y sin pensar, le lanzó el juego de llaves del coche que acababa de aparcar frente al edificio, ante la incredulidad de sus compañeros.
— Pero ¿qué coño haces? — exclamó uno de ellos — ¿Estás loco?
Adon le miró fijamente a los ojos y éste no volvió a decir palabra, aunque seguía apuntándole con la pistola. Poco a poco el profesor se dirigió hacia la puerta, sin que ninguno de los presentes pudiera hacer nada sin herir a Nielsen.
— Ven conmigo — le susurró Adon al oído.
Al atravesar las puertas de la comisaría, bajaron lentamente los cinco escalones que había hasta la acera, donde los viandantes quedaron impresionados con aquella escena. El coche estaba justo enfrente, Adon abrió la puerta y fingió obligar a Nielsen para que entrara en el vehículo. Adon sabía que ninguno de los agentes dispararía, por lo que se arriesgó a ocupar el asiento del conductor, arrancó el coche e inició la marcha quemando las ruedas.
— Dime la verdad, podrías haber escapado perfectamente tú solo ¿verdad? — preguntó Nielsen.
— Sí, pero eso hubiera sido exponerme. Si hubieran disparado contra mí, no me hubieran hecho nada, y eso llamaría la atención. No solo de las personas...
— Entiendo.
— Vámonos de aquí.
— El coche está dotado con un localizador GPS — anunció Nielsen — no tardarán en encontrarnos.
— Cambiaremos de coche.
— Déjame a mí.
Cinco calles más tarde, se detuvieron en un semáforo que estaba en rojo, con otros vehículos que estaban esperando. Nielsen bajó del coche y se puso delante de un Audi A3 que esperaba el color verde del semáforo. Haciendo uso de su autoridad como policía, sacó su placa y la pistola y ordenó al conductor que bajara de su coche, cosa que hizo al momento levantando las manos y rápidamente Nielsen y Adon lo ocuparon, marchándose rápidamente.
— ¿Por qué has hecho eso? — preguntó Adon.
— Necesitábamos un coche.
— ¿Él está obligado a prestárselo a un policía?
— No, pero no lo sabe — dijo sonriendo.
— No me parece bien.
— Si quieres se lo devolvemos — espetó Nielsen sarcásticamente.
Hubo unos segundos de silencio incómodo que Adon rompió.
— ¿Dónde está el chico?
— Murió poco después que su madre — respondió Nielsen — aunque después de dos días, milagrosamente volvió a la vida. Despertó en el depósito de cadáveres, según me informó el personal médico, por eso decidí ayudarte.
— ¿Sigue en el hospital?
— Sí. Aunque mañana todo indica que acudirá por la mañana al entierro de su madre.
— Bien, esperaremos a mañana. Iremos al cementerio, hablaré con el chico, y trataré de llevarle conmigo, tu mañana deberás denunciarme, o sabrán que me has ayudado.
Nielsen asintió y, ya que después de "tomar prestado" aquel coche era ella la que conducía, puso rumbo a un lugar seguro donde pasar la noche con su falso captor.
Ajeno a todo esto se encontraba Izan, en la habitación del hospital, de donde aún no había salido. Estaba conectado permanentemente a una máquina que medía su ritmo cardíaco y sus constantes vitales, que no habían sufrido ninguna variación de importancia desde que despertó en la morgue del hospital. Médicos y enfermeros entraban en la habitación cada hora para hacerle un reconocimiento, había una enfermera que le llamaba particularmente la atención, y es que la chica, que estaba terminando la carrera y hacia prácticas en aquel hospital, veía el caso de Izan como un milagro sin explicación posible, algo imposible científicamente. Precisamente era ella la que entraba en ese momento, para revisar el gotero con suero que le habían puesto, ya que por el momento no le permitían comer.
— ¿Cómo estas Izan? — preguntó sonriente.
— Igual que ayer.
— Hay que animarse un poquito, ¿vale?
— ¿Me haces un favor? — preguntó el chico.
— Lo que quieras, dime.
— Quiero llamar a alguien.
— Claro — respondió sacando su móvil y ofreciéndoselo.
— ¿Ocultaste que tenías familia?
— No es familiar, es una amiga — aclaró Izan mientras marcaba un número.
Sara finalmente dejó plantadas a sus amigas y no apareció en la plaza, tal y como había quedado al salir de clase. Estaba cansada y solo le apetecía tumbarse en la cama y dejar que la interminables horas pasaran. Cuando su móvil empezó a sonar, algo previsible, lo ignoró por completo. Cuando sonó por segunda vez, lo miró y al ser un número desconocido, repitió la operación y colgó. Suspiró mirando al techo y el condenado teléfono volvió a sonar.
— ¿Quién es? — contestó cabreada.
El gesto de la chica iba cambiando por momentos con lo que estaba oyendo, hasta una lágrima que no quería dejar escapar, resbaló por su mejilla izquierda. Su corazón comenzó a bombear sangre a una velocidad vertiginosa, provocándole un punzante dolor en el pecho. Lo que sintió al oír de nuevo aquella voz era indescriptible, sobrenatural, una fuerza muy poderosa que no entendía. Tuvo que sentarse de nuevo al borde de la cama para intentar asimilar que Izan seguía con vida. Pero necesitaba verle lo antes posible, por tanto después de dejar caer el móvil al suelo, salió corriendo de casa, en dirección al hospital, bajo la atenta mirada de una chica que había en el interior de un coche frente a la casa, que desde hace un par de horas seguía sus pasos.
Ains, publica ya el quinto!
ResponderEliminarJajajajaja el viernes el viernes :D
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